-
Conocimiento propio, condición para la humildad
Cuanto más me exalten, Jesús mío, humíllame mas en mi corazón, haciéndome saber lo que he sido y lo que seré, si tú me dejas. (Camino 591).
"Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón..." ¡Humildad de Jesús!... ¡Qué lección para ti, que eres un pobre instrumento de barro!: Él -siempre misericordioso- te ha levantado, haciendo brillar en tu vileza, gratuitamente ensalzada, las luces del sol de la gracia. Y tú, ¡cuántas veces has disfrazado tu soberbia so capa de dignidad, de justicia...! ¡Y cuántas ocasiones de aprender del Maestro has desaprovechado, por no haber sabido sobrenaturalizarlas!
(Surco 261).
No me falta la verdadera alegría, al contrario... Y, sin embargo, ante el conocimiento de la propia bajeza, resulta lógico clamar con San Pablo: «¡qué hombre tan infeliz soy!»
-Así crecen las ansias de arrancar de raíz la barrera que levanta el propio yo.
(Forja 180).
Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia (1 Pet V, 5), enseña el Apóstol San Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino -para vivir vida divina- que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que -hablando al modo humano- quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas (Phil III, 21). Nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa con un endiosamiento bueno. (Amigos de Dios 98).