-
Amor y sacrificio
Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente. -¿Qué importa padecer diez años, veinte, cincuenta..., si luego es el cielo para siempre, para siempre...para siempre?
-Y, sobre todo -mejor que la razón apuntada "propter retributionem"-, ¿qué importa padecer si se padece por consolar, por dar gusto a Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por Amor?... (Camino 182).
La gente blandengue, la que se queja de mil pequeñeces ridículas, es la que no sabe sacrificarse en esas minucias diarias por Jesús,... y mucho menos por los demás.
-Qué vergüenza si tu comportamiento -¡tan duro, tan exigente con los otros!- adolece de esa blandenguería en tu quehacer cotidiano. (Surco 779).
Algunas veces -me lo has oído comentar con frecuencia- se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar de modo egoísta la propia personalidad.
-Y siempre te he dicho que no es así: el amor verdadero exige salir de sí mismo, entregarse. El auténtico amor trae consigo la alegría: una alegría que tiene sus raíces en forma de Cruz. (Forja 28).
Ego sum via, veritas et vita (Ioh XIV. 6), Yo soy el camino, la verdad y la vida. Con estas inequívocas palabras, nos ha mostrado el Señor cuál es la vereda auténtica que lleva a la felicidad eterna. Ego sum vía: El es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre presente en nuestros pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en aquellas más ordinarias y corrientes.
Jesús es el camino. El ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. Iesus Christus herí, el hodie; ipse el in saecula (Hebr XIII. 8). ¡Cuánto me gusta recordarlo?: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios. Ahora, al comenzar este rato de oración junto al Sagrario, pídele, como aquel ciego del Evangelio: Domine, ut videam! (Lc XVIII, 41), ¡Señor, que vea!, que se llene mi inteligencia de luz y penetre la palabra de Cristo en mi mente; que arraigue en mi alma su Vida, para que me transforme cara a la Gloria eterna. (Amigos de Dios 127).