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Confesión
Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. -Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. -Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.
Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida. (Camino 211).
Me escribes que te has llegado, por fin, al confesonario, y que has probado la humillación de tener que abrir la cloaca -así dices- de tu vida ante "un hombre".
-¿Cuándo arrancarás esa vana estimación que sientes de ti mismo? Entonces, irás a la confesión gozoso de mostrarte como eres, ante "ese hombre" ungido -otro Cristo, ¡el mismo Cristo!-, que te da la absolución, el perdón de Dios. (Surco 45).
En el sacramento de la Penitencia, Jesús nos perdona.
-Ahí, se nos aplican los méritos de Cristo, que por amor nuestro está en la Cruz, extendidos los brazos y cosido al madero -más que con los hierros- con el Amor que nos tiene. (Forja 191).
Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae siete veces (Prv XXIV, l6). Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor. Una vez más viene el Señor a nuestro encuentro, con esa advertencia divina, para hablarnos de su misericordia, de su ternura, de su clemencia, que nunca se acaban. Estad seguros: Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos.
Una sacudida de amor os decía. Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero El es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande?
Y una sacudida de dolor, pues repaso mi conducta, y me asombro ante el cúmulo de mis negligencias. Me basta examinar las pocas horas que llevo de pie en este día, para descubrir tanta falta de amor, de correspondencia fiel. Me apena de veras este comportamiento mío, pero no me quita la paz. Me postro ante Dios, y le expongo con claridad mi situación. Enseguida recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi corazón que El me repite despacio: meus es tu! (Is XLIII, 1); sabía -y sé- cómo eres, ¡adelante!
No puede ser de otra manera. Si acudimos continuamente a ponernos en la presencia del Señor, se acrecentará nuestra confianza, al comprobar que su Amor y su llamada permanecen actuales: Dios no se cansa de amarnos. La esperanza nos demuestra que, sin El, no logramos realizar ni el más pequeño deber; y con El, con su gracia, cicatrizarán nuestras heridas; nos revestiremos con su fortaleza -para resistir a los ataques del enemigo, y mejoraremos. En resumen: la conciencia de que estamos hechos de barro de botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús. (Amigos de Dios 215).