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El apóstol es corredentor con Cristo
Jesús: por dondequiera que has pasado no quedó un corazón indiferente. O se te ama o se te odia.
Cuando un varón-apóstol te sigue, cumpliendo su deber, ¿podrá extrañarme -¡sí es otro Cristo!- que levante parecidos murmullos de aversión o de afecto? (Camino 687).
Lucha contra las asperezas de tu carácter, contra tus egoísmos, contra tu comodidad, contra tus antipatías... Además de que hemos de ser corredentores, el premio que recibirás -piénsalo bien- guardará relación directísima con la siembra que hayas hecho (Surco 863).
¿Es posible que lleve Cristo tantos años -veinte siglos- actuando en la tierra, y que el mundo esté así?, me preguntabas. ¿Es posible que aún haya gente que no conozca al Señor?, insistías.
-Y te contesté seguro: ¡tenemos la culpa nosotros!, que hemos sido llamados a ser corredentores, y a veces, ¡quizá muchas!, no correspondemos a esa Voluntad de Dios (Forja 55).
Maestra de caridad. Recordad aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. El anciano Simeón aseguró a María, su Madre: mira, este niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción; lo que será para ti misma una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos (Lc II, 34-35). La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Ioh XV, 13).
Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora: de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo (Benedicto XV, Carta ínter sodalicia, 22-III-1918, ASS 10 (1919). 182). Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius (Ioh XIX, 25), estaba junto a la cruz de Jesús su Madre.
Habréis observado cómo algunas madres, movidas de un legítimo orgullo, se apresuran a ponerse al lado de sus hijos cuando éstos triunfan, cuando reciben un público reconocimiento. Otras, en cambio, incluso en esos momentos permanecen en segundo plano, amando en silencio. María era así, y Jesús lo sabía (Amigos de Dios 287).
Aquellos hombres de poca fe, ¿sobresalían quizá en el amor a Cristo? Sin duda lo amaban, al menos de palabra. A veces se dejan arrebatar por el entusiasmo: vamos y muramos con El. Pero a la hora de la verdad huirán todos, menos Juan, que de veras amaba con obras. Sólo este adolescente, el más joven de los apóstoles, permanece junto a la Cruz. Los demás no sentían ese amor tan fuerte como la muerte.
Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia. Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios (Es Cristo que pasa 2).