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Apostolado y libertad
CARTA DEL PRELADO SOBRE LA LIBERTAD. Respeto y defensa de la libertad en el apostolado
14. El apostolado tiene su origen en el deseo sincero de facilitar a los demás su encuentro con Jesucristo o una mayor intimidad con Él. «Nuestra actitud ―ante las almas― se resume así, en esta expresión del Apóstol, que es casi un grito: caritas mea cum omnibus vobis in Christo Iesu! (1 Cor 16,24): mi cariño para todos vosotros, en Cristo Jesús. Con la caridad, seréis sembradores de paz y de alegría en el mundo, amando y defendiendo la libertad personal de las almas, la libertad que Cristo respeta y nos ganó (cfr. Gal 4,31)».
Amamos la libertad, en primer lugar, de las personas a las que tratamos de ayudar a acercarse al Señor, en el apostolado de amistad y confidencia, que san Josemaría nos invita a realizar con el testimonio y la palabra. «También en la acción apostólica ―mejor: principalmente en la acción apostólica―, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias».
La verdadera amistad comporta un sincero cariño mutuo, que es la verdadera protección de la libertad y de la intimidad recíprocas. El apostolado no discurre como algo superpuesto a la amistad, porque ―como os he escrito― «no hacemos apostolado, ¡somos apóstoles!»: la amistad misma es apostolado; la amistad misma es un diálogo, en el que damos y recibimos luz; en el que surgen proyectos, en un mutuo abrirse horizontes; en el que nos alegramos por lo bueno y nos apoyamos en lo difícil; en el que lo pasamos bien, porque Dios nos quiere contentos.
Me refiero precisamente a la libertad personal que los laicos tienen para tomar, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, todas las decisiones concretas de orden teórico o práctico -por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc.- que cada uno juzgue en conciencia más convenientes y más de acuerdo con sus personales convicciones y aptitudes humanas.
Este necesario ámbito de autonomía que el laico católico precisa para no quedar capitidisminuido frente a los demás laicos, y para poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser siempre cuidadosamente respetado por todos los que en la Iglesia ejercemos el sacerdocio ministerial. De no ser así -si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico- se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitarían enormemente las posibilidades apostólicas del laicado -condenándolo a perpetua inmadurez-, pero sobre todo se pondría en peligro -hoy, especialmente- el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas (Conversaciones 12).