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Santa pureza
¡Qué hermosa es la santa pureza! Pero no es santa, ni agradable a Dios, si la separamos de la caridad.
La caridad es la semilla que crecerá y dará frutos sabrosísimos con el riego, que es la pureza.
Sin caridad, la pureza es infecunda, y sus aguas estériles convierten las almas en un lodazal, en una charca inmunda, de donde salen vaharadas de soberbia (Camino 119).
La santa pureza: ¡humildad de la carne! Señor -le pedías-, siete cerrojos para mi corazón. Y te aconsejé que le pidieses siete cerrojos para tu corazón y, también, ochenta años de gravedad para tu juventud...
Además, vigila..., porque antes se apaga una centella que un incendio; huye..., porque aquí es una vil cobardía ser "valiente"; no andes con los ojos desparramados..., porque eso no indica ánimo despierto, sino insidia de satanás.
Pero toda esta diligencia humana, con la mortificación, el cilicio, la disciplina y el ayuno, ¡qué poco valen sin Ti, Dios mío! (Surco 834).
El «bonus odor Christi» -el buen olor de Cristo es también el de nuestra vida limpia, el de castidad -cada uno en su estado, repito-, el de la santa pureza, que es afirmación gozosa: algo enterizo y delicado a la vez, fino, que evita incluso manifestaciones de palabras inconvenientes, porque no pueden agradar a Dios (Forja 92).
A mí, me gusta referirme a la santa pureza contemplando siempre la conducta de Nuestro Señor. El puso de manifiesto una gran delicadeza en esta virtud. Fijaos en lo que relata San Juan cuando Jesús, fatigatus ex itinere, sedebat sic supra fontem (Ioh IV, 6), cansado del camino, se sentó sobre el brocal del pozo.
Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena: Jesucristo, perfectus. Deus, perfectus homo (Simbolo Quicumque), está fatigado por el camino y por el trabajo apostólico. Como quizá os ha sucedido alguna vez a vosotros, que acabáis rendidos, porque no aguantáis más. Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además, tiene hambre: los discípulos han ido al pueblo vecino, para buscar algo de comer. Y tiene sed.
Pero más que la fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella mujer pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida: olvidando el cansancio, el hambre y la sed. Se ocupaba el Señor en aquella gran obra de caridad, mientras volvían los Apóstoles de la ciudad, y mirabantur quia cum muliere loquebatur (Ioh IV, 27), se pasmaron de que hablara a solas con una mujer. ¡Qué cuidado! ¡Qué amor a la virtud encantadora de la santa pureza, que nos ayuda a ser más fuertes, más recios, más fecundos, más capaces de trabajar por Dios, más capaces de todo lo grande! (Amigos de Dios 176).