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Ofrecimiento del trabajo
Niño bueno: ofrécele el trabajo de aquellos obreros que no le conocen; ofrécele la alegría natural de los pobres chiquitines que frecuentan las escuelas malvadas...
(Camino 866)
No se puede santificar un trabajo que humanamente sea una chapuza, porque no debemos ofrecer a Dios tareas mal hechas (Surco 493).
Cualquier trabajo, aun el más escondido, aun el más insignificante, ofrecido al Señor, ¡lleva la fuerza de la vida de Dios! (Forja 49)
Comenzar es de muchos; acabar, de pocos, y entre estos pocos hemos de estar los que procuramos comportarnos como hijos de Dios. No lo olvidéis: sólo las tareas terminadas con amor, bien acabadas. merecen aquel aplauso del Señor, que se lee en la Sagrada Escritura: mejor es el fin de la obra que su principio (Eccli VII, 9).
Quizá me habéis oído ya en otras charlas esta anécdota; de todas formas, me interesa recordárosla de nuevo porque es muy gráfica, aleccionadora. En una ocasión, buscaba yo en el Ritual Romano la fórmula para bendecir la última piedra de un edificio, la importante, ya que recoge, como un símbolo, el trabajo duro, esforzado y perseverante de muchas personas, durante largos años. Me llevé una sorpresa cuando vi que no existía; era necesario conformarse con una benedictio ad omnia, con una bendición genérica. Os confieso que me parecía imposible que se diese esa laguna, y fui repasando despacio, pero inútilmente, el índice del Ritual.
Muchos cristianos han perdido el convencimiento de que la integridad de Vida, reclamada por el Señor a sus hijos, exige un auténtico cuidado en realizar sus propias tareas, que han de santificar, descendiendo hasta los pormenores más pequeños.
No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no seria digno de El (Lev XXII. 20). Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operario Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable (Amigos de Dios 55).
El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean. La luz de los seguidores de Jesucristo no ha de estar en el fondo del valle, sino en la cumbre de la montaña, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo.
Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte (Es Cristo que pasa 10).