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Perdón de las ofensas
Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! -Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... -Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos. (Camino 267).
¡Qué alma más estrecha la de los que guardan celosamente su "lista de agravios"!... Con esos desgraciados es imposible convivir.
La verdadera caridad, así como no lleva cuenta de los "constantes y necesarios" servicios que presta, tampoco anota, «omnia suffert» -soporta todo-, los desplantes que padece. (Surco 738).
Considera el bien que han hecho a tu alma los que, durante tu vida, te han fastidiado o han tratado de fastidiarte.
-Otros llaman enemigos a estas gentes, Tú, tratando de imitar a los santos, siquiera en esto, y siendo muy poca cosa para tener o haber tenido enemigos, llámales "bienhechores". Y resultará que, a fuerza de encomendarlos a Dios, les tendrás simpatía. (Forja 802).
Las circunstancias de aquel siervo de la parábola, deudor de diez mil talentos (Cfr. Mt XVIII. 24), reflejan bien nuestra situación delante de Dios: tampoco nosotros contamos con qué pagar la deuda inmensa que hemos contraído por tantas bondades divinas, y que hemos acrecentado al son de nuestros personales pecados. Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo mucho que el Señor nos ha perdonado. Pero, a la impotencia de la justicia humana, suple con creces la misericordia divina. El sí se puede dar por satisfecho, y remitirnos la deuda, simplemente porque es bueno e infinita su misericordia (Ps CV. 1).
La parábola -lo recordáis bien- termina con una segunda parte, que es como el contrapunto de la precedente. Aquel siervo, al que acaban de condonar un caudal enorme, no se apiada de un compañero, que le adeudaba apenas cien denarios. Es ahí donde se pone de manifiesto la mezquindad de su corazón. Estrictamente hablando, nadie le negará el derecho a exigir lo que es suyo; sin embargo, algo se rebela en nosotros y nos sugiere que esa actitud intolerante se aparta de la verdadera justicia: no es justo que quien, tan sólo un momento antes, ha recibido un trato misericordioso de favor y de comprensión, no reaccione al menos con un poco de paciencia hacia su deudor. Mirad que la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas.
(Amigos de Dios 168).