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Caridad y santidad
No digas: esa persona me carga. -Piensa: esa persona me santifica. (Camino 174).
¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios. (Surco 17).
Llénate de buenos deseos, que es una cosa santa, y Dios la alaba. ¡Pero no te quedes en eso! Tienes que ser alma -hombre, mujer- de realidades. Para llevar a cabo esos buenos deseos, necesitas formular propósitos claros, precisos.
-Y, después, hijo mío, ¡a luchar, para ponerlos en práctica, con la ayuda de Dios! (Forja 116).
Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mi mismo, para que ellos sean santificados en la verdad (Ioh XVII, 19), percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera (Gal V, 9). Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas -de cien, las cien-, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.
Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor (Cfr. S. Juan de la Cruz. Carta a María de la Encarnación, 6-Vll-1591), también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención. (Amigos de Dios 9).