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Caridad con los hombres
Chocas con el carácter de aquél o del otro... Necesariamente ha de ser así: no eres moneda de cinco duros que a todos gusta.
Además, sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes -imperfecciones, defectos- de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección?
Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues, no te santificarías. (Camino 20).
No le has maltratado físicamente... Pero le has ignorado tantas veces; le has mirado con indiferencia, como a un extraño.
-¿Te parece poco? (Surco 245).
¡Qué respeto, qué veneración, qué cariño hemos de sentir por una sola alma, ante la realidad de que Dios la ama como algo suyo! (Forja 34).
Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mi mismo, para que ellos sean santificados en la verdad (Ioh XVII, 19), percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera (Gal V, 9). Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas -de cien, las cien-, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.
Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor (Cfr. S. Juan de la Cruz. Carta a María de la Encarnación, 6-Vll-1591), también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención. (Amigos de Dios 9).