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Amor a la Iglesia
Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa! (Camino 518).
"¡Mientras no me hagan pecar!" -Recio comentario de aquella pobre criatura, casi aniquilada, en su vida personal y en sus afanes de hombre y de cristiano, por enemigos poderosos.
-Medita y aprende: ¡mientras no te hagan pecar! (Surco 407).
"Carga sobre mí la solicitud por todas las iglesias", escribía San Pablo; y este suspiro del Apóstol recuerda a todos los cristianos -¡también a ti!- la responsabilidad de poner a los pies de la Esposa de Jesucristo, de la Iglesia Santa, lo que somos y lo que podemos, amándola fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida. (Forja 584).
Desde mi infancia -como se expresa la Escritura (cfr. Mt XI, 15): en cuanto tuve oídos para oír-, ya empecé a escuchar el clamoreo de la cuestión social. No supone nada de particular, porque es un tema antiguo, de siempre. Surgiría quizá en el mismo instante en el que los hombres se organizaron de alguna manera, y se hicieron más visibles las diferencias de edad, de inteligencia, de capacidad de trabajo, de intereses, de personalidad.
No sé si es irremediable que haya clases sociales; de todos modos, tampoco es mi oficio hablar de estas materias, y mucho menos aquí, en este oratorio, donde nos hemos reunido para hablar de Dios -no quisiera en mi vida tratar nunca de otro tema-, y para charlar con Dios.
Pensad lo que prefiráis en todo lo que la Providencia ha dejado a la libre y legítima discusión de los hombres. Pero mi condición de sacerdote de Cristo me impone la necesidad de remontarme más alto, y de recordaros que, en todo caso, no podemos jamás dejar de ejercitar la justicia, con heroísmo si es preciso. (Amigos de Dios 170).