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29 mayo 2026

MODO DE VIVIR: Audacia es audacia

Audacia es audacia

El plano de santidad que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos:
La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza. (Camino 387).

No seáis almas de vía estrecha, hombres o mujeres menores de edad, cortos de vista, incapaces de abarcar nuestro horizonte sobrenatural cristiano de hijos de Dios. ¡Dios y audacia! (Surco 96).

Con la gracia de Dios, tú has de acometer y realizar lo imposible..., porque lo posible lo hace cualquiera. (Forja 216).

El sabio de corazón será llamado prudente (Prv XVI, 21), se lee en el libro de los Proverbios. No entenderíamos la prudencia si la concibiésemos como pusilanimidad y falta de audacia. La prudencia se manifiesta en el hábito que inclina a actuar bien: a clarificar el fin y a buscar los medios más convenientes para alcanzarlo.
Pero la prudencia no es un valor supremo. Hemos de preguntarnos siempre: prudencia, ¿para qué? Porque existe una falsa prudencia -que más bien debemos llamar astucia- que está al servicio del egoísmo, que aprovecha los recursos más aptos para alcanzar fines torcidos. Usar entonces de mucha perspicacia no lleva más que a agravar la mala disposición, y a merecer aquel reproche que San Agustín formulaba, predicando al pueblo: ¿pretendes inclinar el corazón de Dios, que es siempre recto, para que se acomode a la perversidad del tuyo? (S. Agustín. Enarratianes in Psalmos. 63, 18 (PL 36, 771)). Esa es la falsa prudencia del que piensa que le sobran sus propias fuerzas para justificarse. No queráis teneros dentro de vosotros mismos por prudentes (Rom XII,16), dice San Pablo, porque está escrito: destruiré la sabiduría de los sabios y la prudencia de los prudentes (I Cor I, 19). (Amigos de Dios 85).

Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo —con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección— había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.
Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas. Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por El, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén. (Es Cristo que pasa 127).