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Apostolado de la amistad y confidencia
De acuerdo: mejor labor haces con esa conversación familiar o con aquella confidencia aislada que perorando -¡espectáculo, espectáculo!- en sitio público ante millares de personas.
Sin embargo, cuando hay que perorar, perora (Camino 846).
Quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas. Cada uno ha de crear -y de ensanchar- un círculo de amigos, sobre el que influya con su prestigio profesional, con su conducta, con su amistad, procurando que Cristo influya por medio de ese prestigio profesional, de esa conducta, de esa amistad (Surco 193).
¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!...
-Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales (Forja 495).
El pecado de los fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abriera los ojos. Esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes. El fariseo que, creyéndose luz, no deja que Dios le abra los ojos, es el mismo que tratará soberbia e injustamente al prójimo: yo te doy gracias de que no soy como los otros hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano, reza. Y al ciego de nacimiento, que persiste en contar la verdad de la cura milagrosa, le ofenden: saliste del vientre de tu madre envuelto en pecados, ¿y tú nos das lecciones? Y le arrojaron fuera.
Esta es la vocación del cristiano: la plenitud de esa caridad que es paciente, bienhechora, no tiene envidia, no actúa temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no es interesada, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace en la verdad, a todo se acomoda, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien.
Contemplad la escena de la curación del cojo, que nos cuentan los Hechos de los Apóstoles. Subían Pedro y Juan al templo y, al pasar, encuentran a un hombre sentado a la puerta; era cojo desde su nacimiento. Todo recuerda aquella otra curación del ciego. Pero ahora los discípulos no piensan que la desgracia se deba a los pecados personales del enfermo o a las faltas de sus padres. Y le dicen: en el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y camina. Antes derramaban incomprensión, ahora misericordia; antes juzgaban temerariamente, ahora curan milagrosamente en el nombre del Señor. ¡Siempre Cristo, que pasa! Cristo, que sigue pasando por las calles y por las plazas del mundo, a través de sus discípulos, los cristianos: le pido fervorosamente que pase por el alma de alguno de los que me escuchan en estos momentos. (Es Cristo que pasa 71).