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Me gusta que vivas esa "reparación ambiciosa": ¡el mundo!, me has dicho. -Bien. Pero en primer término, los de tu familia sobrenatural y de sangre, los del país que es nuestra Patria (Camino 112).
El único medio para conocer a Jesús: ¡tratarlo! En Él, encontrarás siempre un Padre, un Amigo, un Consejero y un Colaborador para todas las actividades nobles de tu vida cotidiana...
-Y, con el trato, se engendrará el Amor. (Surco 662).
Repite con frecuencia: Jesús, si alguna vez se insinúa en mi alma la duda entre lo que Tú me pides o seguir otras ambiciones nobles, te digo desde ahora que prefiero tu camino, cueste lo que cueste. ¡No me dejes! (Forja 292).
No te estoy llevando hacia una dejación en el cumplimiento de tus deberes o en la exigencia de tus derechos. Al contrario, para cada uno de nosotros, de ordinario, una retirada en ese frente equivale a desertar cobardemente de la pelea para ser santos, a la que Dios nos ha llamado. Por eso, con seguridad de conciencia, has de poner empeño -especialmente en tu trabajo- para que ni a ti ni a los tuyos os falte lo conveniente para vivir con cristiana dignidad. Si en algún momento experimentas en tu carne el peso de la indigencia, no te entristezcas ni te rebeles; pero, insisto, procura emplear todos los recursos nobles para superar esa situación, porque obrar de otra forma sería tentar a Dios. Y mientras luchas, acuérdate además de que omnia in bonum!, todo -también la escasez, la pobreza- coopera al bien de los que aman al Señor (Cfr. Rom VIII, 28); acostúmbrate, ya desde ahora, a afrontar con alegría las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío, el calor, la privación de algo que consideras imprescindible, el no poder descansar como y cuando quisieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la incomprensión, la deshonra... (Amigos de Dios 114).
La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.
Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo (Es Cristo que pasa 133).