-
Aquel hombre de Dios, curtido en la lucha, argumentaba así: ¿Que no transijo? ¡Claro!: porque estoy persuadido de la verdad de mi ideal. En cambio, usted es muy transigente...: ¿le parece que dos y dos sean tres y medio? -¿No?..., ¿ni por amistad cede en tan poca cosa?
-Es que, por primera vez, ¡se ha persuadido de tener la verdad... y se ha pasado a mi partido! (Camino 395).
"Quisiera -me escribes- que mi lealtad y mi perseverancia fueran tan sólidas y tan eternas, y mi servicio tan vigilante y amoroso, que pudiera usted alegrarse en mí y le fuese yo un pequeño descanso".
-Y te contesto: Dios te confirme en tu propósito, para que le seamos ayuda y descanso a Él (Surco 347).
Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común (Forja 530).
La virtud de la esperanza -seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios- nos habla de esa continua bondad del Señor con los hombres, contigo, conmigo, siempre dispuesto a oírnos, porque jamás se cansa de escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso, no esperes en El sólo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección. Y la certeza de nuestra nulidad personal -no se requiere una gran humildad para reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros- se trocará en una fortaleza irresistible, porque a la izquierda de nuestro yo estará Cristo, y ¡qué cifra inconmensurable resulta!: el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré? (Ps XXVI, 1).
Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que El nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para no perder su divina compañía (Amigos de Dios 218).