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Te ves tan miserable que te reconoces indigno de que Dios te oiga... Pero, ¿y los méritos de María? ¿Y las llagas de tu Señor? Y... ¿acaso no eres hijo de Dios?
Además, Él te escucha "quoniam bonus..., quoniam in saeculum misericordia eius": porque es bueno, porque su misericordia permanece siempre (Camino 93).
Fomenta, en tu alma y en tu corazón -en tu inteligencia y en tu querer-, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa Voluntad del Padre celestial… -De ahí nace la paz interior que ansías (Surco 850).
Rechaza tu pesimismo y no consientas pesimistas a tu lado. -Es preciso servir a Dios con alegría y con abandono (Forja 217).
Las circunstancias de aquel siervo de la parábola, deudor de diez mil talentos (Cfr. Mt XVIII. 24), reflejan bien nuestra situación delante de Dios: tampoco nosotros contamos con qué pagar la deuda inmensa que hemos contraído por tantas bondades divinas, y que hemos acrecentado al son de nuestros personales pecados. Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo mucho que el Señor nos ha perdonado. Pero, a la impotencia de la justicia humana, suple con creces la misericordia divina. El sí se puede dar por satisfecho, y remitirnos la deuda, simplemente porque es bueno e infinita su misericordia (Ps CV. 1).
La parábola -lo recordáis bien- termina con una segunda parte, que es como el contrapunto de la precedente. Aquel siervo, al que acaban de condonar un caudal enorme, no se apiada de un compañero, que le adeudaba apenas cien denarios. Es ahí donde se pone de manifiesto la mezquindad de su corazón. Estrictamente hablando, nadie le negará el derecho a exigir lo que es suyo; sin embargo, algo se rebela en nosotros y nos sugiere que esa actitud intolerante se aparta de la verdadera justicia: no es justo que quien, tan sólo un momento antes, ha recibido un trato misericordioso de favor y de comprensión, no reaccione al menos con un poco de paciencia hacia su deudor. Mirad que la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas (Amigos de Dios 168).
Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros, tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama —de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta—, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con El todas las cosas?
La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte —de pecador y rebelde— en siervo bueno y fiel. Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor (Es Cristo que pasa 162).