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"Lo que debo a Dios, por cristiano: mi falta de correspondencia, ante esa deuda, me ha hecho llorar de dolor: de dolor de Amor. "Mea culpa" -Bueno es que vayas reconociendo tus deudas: pero no olvides cómo se pagan: con lágrimas... y con obras (Camino 242).
"Una gran señal apareció en el Cielo: una mujer con corona de doce estrellas sobre su cabeza; vestida de sol; la luna a sus pies". -Para que tú y yo, y todos, tengamos la certeza de que nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia.
-Procura imitar a la Virgen, y serás hombre -o mujer- de una pieza (Surco 443).
Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. Todo lo que se desarrolla -advierte uno de los escritores cristianos de los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios-, comienza por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande (S. Marcos Eremita, De lege spirituali, 172 [PG 65 926]). Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente -sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te cueste vencer o tirar hacia arriba con este pobre cuerpo, has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas (Amigos de Dios 7).
La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes.
Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte. Por eso enseña San Pablo: yo voy corriendo, no como quien corre a la ventura, no como quien da golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado (Es Cristo que pasa 75).