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La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosas de nuestro Padre-Dios (Camino 659).
San Josemaría, como consta por las investigaciones biográficas realizadas, fue un hombre alegre desde los primeros tiempos en que sintió que Dios le pedía algo -y él era generosísimo en no negarle nada de lo que le pedía-.
Su persona rebosaba y contagiaba esa alegría sobrenatural. Estar cerca de él, convivir en tertulias, escuchar su predicación era siempre estimulante. Fue muy exigente en el cumplimiento de las virtudes cristianas, pero esa exigencia estaba impregnada de humanidad y de buen humor. Cuantos le han tratado testimonian que se pasaba muy
bien junto a él, al mismo tiempo que se profundizaba en las urgencias de la lucha por la santificación cristiana, no sólo en un plano general y teórico, sino a la hora de la aplicación al detalle concreto de cada jornada, de cada momento.
En medio de las contradicciones que Dios quiso que padeciera para forjar reciamente su alma, Josemaría Escrivá era un hombre a la vez profundo, serio y divertido, porque vivía en cada instante de la fe y del amor de Dios.
Entre los muchos carismas sobrenaturales que Dios le concedió, estaba también su buen humor y su gracia humana al decir las cosas. (CASCIARO, VALE LA PENA).
Nunca te habías sentido más absolutamente libre que ahora, que tu libertad está tejida de amor y de desprendimiento, de seguridad y de inseguridad: porque nada fías de ti y todo de Dios (Surco 787).
Así concluía su oración aquel amigo nuestro: «amo la Voluntad de mi Dios: por eso, en completo abandono, que Él me lleve cómo y por donde quiera» (Forja 40).
Por motivos que no son del caso -pero que bien conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario-, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía.
Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo nos rehagamos, nos despertemos de ese sueño de debilidad que tan fácilmente nos amodorra, y volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios.
El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad. Si admitimos el testimonio de los hombres -leemos en la Epístola-, de mayor autoridad es el testimonio de Dios (1 Ioh V, 9). Y, ¿en qué consiste el testimonio de Dios? De nuevo habla San Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos… Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios (1 Ioh III, 1-2).
A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención (Amigos de Dios 143).
Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara.
Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo (Es Cristo que pasa, 25).