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Antes de volver junto al Padre, Jesús advirtió a sus apóstoles: «sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto» (Lc 24,49). Los apóstoles se quedaron en Jerusalén, a la espera del prometido de Dios. En realidad, la promesa, el don, era el mismo Dios, en su Espíritu Santo. Pocos días más tarde, en la fiesta de Pentecostés, lo recibirían, llenándose de la gracia de Dios. «Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva»1. Aquel mismo día comenzaron a predicar con audacia y, al escuchar las palabras de san Pedro, cuenta la Escritura que fueron bautizados «y se les unieron unas tres mil almas» (Hch 2,41).
San Josemaría recordaba a menudo que el don del Espíritu Santo no es un recuerdo del pasado, sino un fenómeno siempre actual. «También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado al Espíritu Santo»2. En el bautismo primero, y después en la confirmación, hemos recibido la plenitud del don de Dios, la vida de la Trinidad.
Pasaje de: Lucas Buch. “Nuevos Mediterráneos”.