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Las llagas de Jesús son un recordatorio perenne de su Amor, que llegó hasta el extremo en su sacrificio en la Cruz. Dios no se arrepiente de amarnos. Por eso, la contemplación de ese Amor suyo es una fuente de esperanza. A la vista del Resucitado, que conserva las marcas de su Pasión, nos damos cuenta de que «precisamente allí, en el punto extremo de su abajamiento —que es también el punto más alto del amor— ha germinado la esperanza. Si alguno de vosotros pregunta: “¿Cómo nace la esperanza?”. “De la cruz. Mira la cruz, mira al Cristo Crucificado y de allí te llegará la esperanza que ya no desaparece, esa que dura hasta la vida eterna”»8. En la Cruz nació y renace siempre nuestra esperanza. Así, «con Jesús cada oscuridad nuestra puede ser transformada en luz, toda derrota en victoria, toda desilusión en esperanza. Toda: sí, toda»9. Es esa seguridad la que hacía exclamar a san Pablo: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? (…) Pero en todas estas cosas vencemos con creces gracias a aquel que nos amó» (Rm 8,35.37).
Al constatar nuestra debilidad y nuestro pecado, a menudo puede colársenos en el alma, de modos diversos, la tentación de la desesperanza. Lo que en el momento habíamos aceptado tal vez con frivolidad o cierta condescendencia, se presenta de golpe como un absurdo «no», un manotazo al Dios que nos ama. También nuestra respuesta tibia y desganada puede ser un motivo de desesperación. Pero todo esto no es más que una serie de tentaciones del mismo que nos hizo caer. Contemplar las llagas del Señor puede ser el mejor modo de reaccionar: sus llagas nos recuerdan que su Amor es «fuerte como la muerte» (Cant 8, 16). Más aún, porque su Amor ha vencido la muerte. Un poeta contemporáneo lo expresa de un modo tan sintético como hermoso: «Lavado por el agua del costado / y dentro de la herida defendido / de tanto no que solo trae nada, / de tanto tibio sí, de tanta tregua».
“Volver a contemplar la Humanidad del Señor, herida por nuestros pecados, resucitada, puede ser para nosotros una fuente de esperanza. Como a los apóstoles, Jesús no nos mira con resentimiento. No nos echa en cara nuestros pecados, nuestras debilidades, nuestras traiciones. Al contrario, nos reafirma, porque su amor es verdaderamente incondicional. No nos dice: «Te amo, si te portas bien», sino «Te amo, para mí eres un tesoro, y seguirás siéndolo pase lo que pase». Esa conciencia, que puede nacer contemplando las heridas abiertas en el cuerpo del Señor, nos llenará de alegría y de paz. Pase lo que pase, podemos refugiarnos en ellas, acogiéndonos de nuevo al perdón de Dios: «En mi vida personal —contaba el Papa en una homilía—, he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también en muchas personas la determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: “Señor estoy aquí, acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre”. Y he visto siempre que Dios lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado».
Reconocer nuestra pequeñez no es una derrota, ni una humillación. Podría serlo, si Dios fuera alguien que quisiera dominarnos. Pero no lo es. Es el Amor lo que le mueve: el Amor incondicional que nos da, y que espera que sepamos acoger.”
Pasaje de: Lucas Buch. “Nuevos Mediterráneos”.