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Cuenta san Juan que el día de la resurrección, al atardecer, los discípulos se habían reunido en casa con las «puertas cerradas por miedo a los judíos» (Jn 20,19). Estaban encerrados, llenos de temor. Entonces, «vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: —La paz esté con vosotros. Y dicho esto les mostró las manos y el costado» (Jn 20,19-20). De golpe, la zozobra de aquellos hombres se transformó en una honda alegría. Recibieron la paz que el Señor les traía, y acogieron después el don del Espíritu Santo (Cfr. Jn 20,22).
Muchos detalles llaman la atención en esta escena del Evangelio. ¿Qué esperaban los apóstoles? Jesús se presenta inesperadamente ante ellos, y su presencia les llena de alegría y de paz. Conocemos algunas de sus palabras y sus gestos, pero ¿cómo sería la mirada que les dirigió? Le habían abandonado. Le dejaron solo. Huyeron cobardemente. Sin embargo, el Señor no se lo reprocha. Él mismo se lo había anunciado. Sabía que de aquella debilidad podía surgir una profunda conversión: «Yo he rogado por ti» —le decía a Pedro antes de la pasión— «para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). El corazón contrito de los apóstoles podía acoger ahora más plenamente el Amor que Dios les ofrecía. De otro modo, tal vez ellos —y Pedro a la cabeza— hubieran seguido contando quizá demasiado con sus propias fuerzas.
Por otra parte, ¿por qué Jesús les enseña las manos y el costado? Ha quedado en ellos un rastro evidente del tormento de la crucifixión. Y, sin embargo, la vista de las llagas no les llena de dolor, sino de paz; no les provoca rechazo, sino alegría. Bien pensado, esas marcas de los clavos y de la lanzada son un sello del Amor de Dios. Se trata de un detalle lleno de sentido: Jesús quiso que en su cuerpo permanecieran las heridas de la Pasión después de resucitar para que no quedara ningún resquicio a la desconfianza y nadie pudiera pensar que, a la vista de nuestra respuesta tantas veces mediocre e incluso fría, se iba a arrepentir de lo que había hecho. El Amor de Cristo es firme y plenamente consciente.
Además, para el incrédulo Tomás las llagas iban a ser la señal inequívoca de la Resurrección. Jesús es el Hijo de Dios, que verdaderamente ha muerto y ha resucitado por nuestros pecados. «Las llagas de Jesús —enseña el Papa— son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1P 2,24; cf. Is 53,5)»1.
La tradición espiritual ha encontrado en las llagas del Señor un manantial de dulzura. San Bernardo, por ejemplo, escribía: «A través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal (cfr. Dt 32,13), es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor»2. En esas heridas reconocemos el Amor sin medida de Dios. De su corazón traspasado brota el don del Espíritu Santo (cfr. Jn 7,36-39). Al mismo tiempo, las heridas del Señor son un refugio seguro. Descubrir la hondura de esas aberturas puede abrir un nuevo Mediterráneo en nuestra vida interior.”
Pasaje de: Lucas Buch. “Nuevos Mediterráneos”.