-
San Josemaría animaba a las personas que se acercaban a él a transitar el camino de la amistad con Cristo. Les explicaba que el trato con el Maestro no necesita de excesivas formalidades ni de complejos métodos. Basta acercarse a él con sencillez, como a cualquier otro amigo. A fin de cuentas, ese es el modo en que le trataron quienes más le querían, mientras vivió entre ellos: «¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!… —Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales»
“Los jóvenes que se acercaban a san Josemaría quedaban maravillados ante la naturalidad con que se dirigía al Señor y animaba a los demás a tratarle. A lo largo de toda su vida propuso sin cansancio este camino. Uno de los primeros que glosaría sus enseñanzas lo expresaba así: «Para llegar a esta amistad hace falta que tú y yo nos acerquemos a Él, lo conozcamos y lo amemos». La amistad requiere trato, y eso es lo primero a lo que nos invita el descubrimiento de Jesús como amigo. «Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?” —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias… ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”».
“Resuena en estas palabras aquel noverim Te, noverim me del que hablaba san Agustín: Señor, que te conozca y que me conozca; y aquel «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama», de santa Teresa. En definitiva, el trato personal con Jesucristo es el nervio de la vida interior. Y eso, para quienes buscan la santidad en medio del mundo, consiste en aprender a encontrarle en todas las circunstancias del día a día, para entablar con él un diálogo continuo.
No se trata de un ideal irrealizable, sino de algo que muchas personas han sabido poner por obra en su propia vida. En el trabajo cotidiano, en la vida familiar, en las calles de la ciudad y en los campos, en los senderos de montaña y en el mar… en todas partes podemos reconocer a Cristo que nos espera y nos acompaña como un amigo. Innumerables veces repitió san Josemaría que «los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura». Toda nuestra vida cabe en nuestra oración, como sucede en las conversaciones entre amigos, en las que se habla de todo. «Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que, después de la Resurrección, el Señor reunía a sus discípulos y se entretenían in multis argumentis. Hablaban de muchas cosas, de todo lo que le preguntaban: tenían una tertulia».
Junto a este trato continuo, que hace de la propia vida tema de conversación con Dios, podemos también procurar conocerle cada vez más, buscándole en algunos lugares en que ha querido permanecer de modo más explícito. Vamos a repasar ahora tres de ellos.”
Pasaje de: Lucas Buch. “Nuevos Mediterráneos”.