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Desde muy joven, san Josemaría aprendió que Jesús era amigo, y un amigo muy especial. Volcó esa antigua experiencia en un punto de Camino: «Buscas la compañía de amigos que con su conversación y su afecto, con su trato, te hacen más llevadero el destierro de este mundo…, aunque los amigos a veces traicionan. —No me parece mal. Pero… ¿cómo no frecuentas cada día con mayor intensidad la compañía, la conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona?»
Era algo que había aprendido tiempo atrás, y que sus biógrafos ponen en relación con un consejo que recibió en la dirección espiritual durante el Seminario. Con los años, iría profundizando en ese descubrimiento de la amistad de Cristo. Posiblemente un momento importante de ese desarrollo tuviera lugar en la temporada en que se abrió ante sus ojos el panorama inmenso de su filiación divina. Mientras se encontraba en Segovia, haciendo un retiro espiritual, escribía: «Día primero. Dios es mi Padre. —Y no salgo de esta consideración. —Jesús es mi Amigo entrañable, (otro mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón. Jesús…, mi Dios, … que es hombre también»3.
Lo describe como «otro mediterráneo» —el primero era la paternidad de Dios—, esto es, como algo que ya conocía y que, sin embargo, se abría ante su mirada de modo nuevo. Este descubrimiento fue para san Josemaría, en primer lugar, una fuente de consuelo. En aquellos primeros años treinta tenía por delante la tarea inmensa de realizar la voluntad que Dios le había manifestado el 2 de octubre de 1928. Tenía un mensaje que transmitir a todos los hombres, y que realizar en la Iglesia. Pero debía hacerlo «con una carencia absoluta de medios materiales: veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor. Y basta». El panorama abierto por este nuevo horizonte le confirmaba que en aquella misión no estaba solo[…]”
Pasaje de: Lucas Buch. “Nuevos Mediterráneos”.