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17 noviembre 2025

MODO DE VIVIR : Tener la Cruz es identificarse con Cristo

La paternidad de Dios, comprendida desde nuestra filiación divina, es un auténtico Mediterráneo que abre ante nosotros un panorama inmenso y nos sitúa en Dios y frente a Dios de un modo que conforma nuestra existencia entera. De ahí que se pueda afirmar que «la filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes. Por eso no se obra como hijo de Dios con unas acciones determinadas: toda nuestra actividad, el ejercicio de nuestras virtudes, puede y debe ser ejercicio de la filiación divina»1. Podemos así vivir cada instante de nuestra vida con «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
Con todo, la conciencia de la filiación divina está relacionada de una manera particular con un aspecto de nuestra vida: el sufrimiento, el dolor y, en una palabra, la participación en la Cruz de Jesús. No deja de ser llamativo que, en el evangelio de san Marcos, los gentiles reconozcan en Jesús al Hijo de Dios precisamente a la vista de su muerte (cfr. Mc 15,39). También san Juan entiende que la Cruz es el lugar donde brilla la gloria de Dios (cfr. Jn12,23-24). Y san Pablo tuvo que aprender que el camino de la gloria exigía identificarse con Cristo crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 1,23).
De modo análogo, en la vida de san Josemaría, la conciencia de la filiación divina despertó de la mano de la experiencia de la Cruz. Corrían los primeros años treinta. Según narran sus biógrafos, el joven sacerdote sufría al contemplar el dolor de su madre y sus hermanos, que lo pasaban mal por falta de medios económicos; sufría también porque seguía estando en Madrid en una situación precaria; sufría, en fin, por la difícil situación que atravesaba la Iglesia en España. En esas circunstancias, escribe:
«Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal 2,7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! (…) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad[…]”

Pasaje de: Lucas Buch. “Nuevos Mediterráneos”.