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San Juan Pablo II
Traed con vosotros al pobre, al enfermo, al exiliado y al hambriento; traed a cuantos están fatigados o llevan una vida agobiante.
¡Cuantas veces las tinieblas de la soledad, que oprimen a una alma, pueden ser desgarradas por el rayo luminoso de una sonrisa o de una palabra amable!
Una palabra buena se dice pronto; sin embargo, a veces se nos hace difícil pronunciarla. Nos detiene el cansancio, nos distraen las preocupaciones, nos frena un sentimiento de frialdad o de indiferencia egoísta. Así sucede que pasamos al lado de personas a las cuales, aun conociéndolas, apenas les miramos el rostro y no nos damos cuenta de lo que frecuentemente están sufriendo por esa sutil, agotadora pena, que proviene de sentirse ignoradas. Bastaría una palabra cordial, un gesto afectuoso e inmediatamente algo se despertaría en ellas: una señal de atención y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco en lo cerrado de una existencia, oprimida por la tristeza y por el desaliento.
El amor a Jesús se convierte en acogida al hermano. El testimonio de fe se transforma al mismo tiempo en testimonio de caridad. Dos virtudes inseparables, pues caminan por el único raíl de las dos dimensiones: Dios y el hombre. Quien ama a Dios, ama al hombre: «Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve.»
Acercaos a Él y descubridlo en el pobre y en el que tiene soledad, en el enfermo y en el afligido, en el incapacitado, en el anciano, en el marginado, en todos aquellos que esperan vuestra sonrisa, que necesitan vuestra ayuda, y que desean vuestra comprensión, vuestra compasión y vuestro amor. Y cuando hayáis conocido y abrazado a Jesús en todos éstos, entonces -y sólo entonces- participaréis profundamente de la paz de su Sagrado Corazón.
Un signo distintivo del cristiano debe ser, hoy más que nunca, el amor a los pobres, los débiles y los que sufren. Vivir este exigente compromiso requiere un vuelco total de aquellos supuestos valores que inducen a buscar el bien solamente para sí mismo: el poder, el placer y el enriquecimiento sin escrúpulos. Sí, los discípulos de Cristo están llamados precisamente a esta conversión radical.
Los que se comprometan a seguir este camino experimentarán verdaderamente «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo», y saborearán «un fruto de paz y de justicia».
En los «heridos de la vida» se manifiesta el rostro mismo del Señor. Es necesario que testimoniemos incesantemente que «toda persona herida en su cuerpo o en su espíritu, toda persona privada de sus derechos más fundamentales, es una imagen viva de Cristo». Por tanto, el encuentro con el Señor nos lleva naturalmente a ponemos al servicio de nuestros hermanos más pequeños. La actitud de respeto, comunión y compasión con los necesitados es un reflejo de nuestra fidelidad a Cristo.