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22 marzo 2025

MODO DE VIVIR: Abba Pater!

Una de las convicciones más arraigadas en los primeros cristianos era que podían dirigirse a Dios como hijos amados. Jesús mismo les había enseñado: «Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en el cielo…» (Mt 6,9).
Él se había presentado ante los judíos como el Hijo amado del Padre, y había enseñado a sus discípulos a comportarse de igual modo. Los apóstoles le habían oído dirigirse a Dios con el término que usaban los niños hebreos para dirigirse a sus padres. Y, al recibir el Espíritu Santo, ellos mismos habían comenzado a usar esa fórmula. Se trataba de algo radicalmente nuevo, respecto a la piedad de Israel, pero San Pablo lo referiría como algo común y conocido por todos: «recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”.
Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm 8,15-16).
Era una convicción que les llenaba de confianza y les daba una audacia insospechada: «si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rm 8,17). Jesús no es solo el Unigénito del Padre, sino también el Primogénito de muchos hermanos (cfr. Rm 8,29; Col 1,15).
La Vida nueva, traída por Cristo, se presentaba ante los ojos de aquellos primeros creyentes como una vida de hijos amados de Dios. No era esta una verdad teórica o abstracta, sino algo real que les llenaba de una desbordante alegría. Buena muestra de ello es el grito que se le escapa al apóstol san Juan en su primera carta: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).
La paternidad de Dios, su amor singularísimo y tierno por cada uno, es algo que los cristianos aprendemos desde pequeños. Y, sin embargo, estamos llamados a descubrirlo de un modo personal y vivo, que llegue a transformar nuestra relación con Dios. Al hacerlo, se abre ante nuestros ojos un Mediterráneo de paz y confianza, un horizonte inmenso en el que podremos ahondar a lo largo de toda la vida.
Para san Josemaría, fue un hallazgo inesperado, la repentina apertura de un panorama que se encontraba en realidad como escondido en algo que conocía bien. Era el otoño de 1931; lo recordaba muchos años después: «Os podría decir hasta cuándo, hasta el momento, hasta dónde fue aquella primera oración de hijo de Dios. Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos…, en la calle y en un tranvía –una hora, hora y media, no lo sé–; Abba, Pater!, tenía que gritar».
San Josemaría habla de descubrir «Mediterráneos» porque, en cuanto nos adentramos en los mares que creemos conocer bien, se abren ante nuestros ojos horizontes amplios, insospechados
En los meses siguientes, san Josemaría volvió repetidamente sobre este punto. En el retiro que hizo un año más tarde, por ejemplo, apuntaba: «Día primero. Dios es mi Padre. –Y no salgo de esta consideración».
¡El día entero considerando la Paternidad de Dios! Aunque de entrada una contemplación tan dilatada en el tiempo pueda sorprendernos, de hecho señala la profundidad con la que caló en él la experiencia de la filiación divina.
También nuestra primera actitud, en la oración y, en general, al dirigirnos a Dios, debe cifrarse en un confiado abandono y agradecimiento. Pero, para que nuestro trato con Dios adquiera esta forma, conviene descubrir personalmente, una vez más, que Él ha querido ser Padre nuestro.

Nuevos Mediterráneos. Lucas Buch