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Ya es hora de despertar
La Epístola de la Misa nos recuerda que hemos de asumir esta responsabilidad de apóstoles con nuevo espíritu, con ánimo, despiertos. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo, pues estamos más cerca de nuestra salud que cuando recibimos la fe. La noche avanza y va a llegar el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz.
Me diréis que no es fácil, y no os faltará razón. Los enemigos del hombre, que son los enemigos de su santidad, intentan impedir esa vida nueva, ese revestirse con el espíritu de Cristo. No encuentro otra enumeración mejor de los obstáculos a la fidelidad cristiana que la que nos trae San Juan: concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum et superbia vitæ; todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida.
La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general, ni la apetencia sexual, que debe ser ordenada y no es mala de suyo, porque es una noble realidad humana santificable. Ved que, por eso, nunca hablo de impureza, sino de pureza, ya que a todos alcanzan las palabras de Cristo: bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros.
Al tratar de la virtud de la pureza, suelo añadir el calificativo de santa. La pureza cristiana, la santa pureza, no es el orgulloso sentirse puros, no contaminados. Es saber que tenemos los pies de barro, aunque la gracia de Dios nos libre día a día de las asechanzas del enemigo. Considero una deformación del cristianismo la insistencia de algunos en escribir o predicar casi exclusivamente de esta materia, olvidando otras virtudes que son capitales para el cristiano, y también en general para la convivencia entre los hombres.
La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa.
Decía que la concupiscencia de la carne no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios.
Comportarse así, sería como abandonarse incondicionalmente al imperio de una de esas leyes, la del pecado, contra la que nos previene San Pablo: cuando quiero hacer el bien, encuentro una ley por la que el mal está pegado a mí; de aquí es que me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo que hay otra ley en mis miembros, que resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado... Infelix ego homo!, ¡infeliz de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?. Oíd lo que contesta el apóstol: la gracia de Dios, por Jesucristo Señor Nuestro. Podemos y debemos luchar contra la concupiscencia de la carne, porque siempre nos será concedida, si somos humildes, la gracia del Señor.
El otro enemigo, escribe San Juan, es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea —los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo— sólo con visión humana.
Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitæ. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos. La lucha contra la soberbia ha de ser constante, que no en vano se ha dicho gráficamente que esa pasión muere un día después de que cada persona muera. Es la altivez del fariseo, a quien Dios se resiste a justificar, porque encuentra en él una barrera de autosuficiencia. Es la arrogancia, que conduce a despreciar a los demás hombres, a dominarlos, a maltratarlos: porque donde hay soberbia allí hay ofensa y deshonra
(Homilía VOCACIÓN CRISTIANA, de Es Cristo que Pasa).