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Los apóstoles, hombres corrientes
A mí me anima considerar un precedente narrado, paso a paso, en las páginas del Evangelio: la vocación de los primeros doce. Vamos a meditarla despacio, rogando a esos santos testigos del Señor que sepamos seguir a Cristo como ellos lo hicieron.
Aquellos primeros apóstoles —a los que tengo gran devoción y cariño— eran, según los criterios humanos, poca cosa. En cuanto a posición social, con excepción de Mateo, que seguramente se ganaba bien la vida y que dejó todo cuando Jesús se lo pidió, eran pescadores: vivían al día, bregando de noche, para poder lograr el sustento.
Pero la posición social es lo de menos. No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales. Incluso los ejemplos y las comparaciones más sencillas les resultaban incomprensibles, y acudían al Maestro: Domine, edissere nobis parabolam, Señor, explícanos la parábola. Cuando Jesús, con una imagen, alude al fermento de los fariseos, entienden que les está recriminando por no haber comprado pan.
Pobres, ignorantes. Y ni siquiera sencillos, llanos. Dentro de su limitación, eran ambiciosos. Muchas veces discuten sobre quién sería el mayor, cuando —según su mentalidad— Cristo instaurase en la tierra el reino definitivo de Israel. Discuten y se acaloran durante ese momento sublime, en el que Jesús está a punto de inmolarse por la humanidad: en la intimidad del Cenáculo.
Fe, poca. El mismo Jesucristo lo dice. Han visto resucitar muertos, curar toda clase de enfermedades, multiplicar el pan y los peces, calmar tempestades, echar demonios. San Pedro, escogido como cabeza, es el único que sabe responder prontamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Pero es una fe que él interpreta a su manera, por eso se permite encararse con Jesucristo para que no se entregue en redención por los hombres. Y Jesús tiene que contestarle: apártate de mí, Satanás, que me escandalizas, porque no entiendes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Pedro razonaba humanamente, comenta San Juan Crisóstomo, y concluía que todo aquello —la Pasión y la Muerte— era indigno de Cristo, reprobable. Por eso, Jesús lo reprende y le dice: no, sufrir no es cosa indigna de mí; tú lo juzgas así porque razonas con ideas carnales, humanas.
Aquellos hombres de poca fe, ¿sobresalían quizá en el amor a Cristo? Sin duda lo amaban, al menos de palabra. A veces se dejan arrebatar por el entusiasmo: vamos y muramos con El. Pero a la hora de la verdad huirán todos, menos Juan, que de veras amaba con obras. Sólo este adolescente, el más joven de los apóstoles, permanece junto a la Cruz. Los demás no sentían ese amor tan fuerte como la muerte.
Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia. Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios.
Algo semejante ha sucedido con nosotros. Sin gran dificultad podríamos encontrar en nuestra familia, entre nuestros amigos y compañeros, por no referirme al inmenso panorama del mundo, tantas otras personas más dignas que nosotros para recibir la llamada de Cristo. Más sencillos, más sabios, más influyentes, más importantes, más agradecidos, más generosos.
Yo, al pensar en estos puntos, me avergüenzo. Pero me doy cuenta también de que nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya. San Pablo evoca con temblor su vocación: después de todos se me apareció a mí, que vengo a ser como un abortivo, siendo el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios. Así escribe Saulo de Tarso, con una personalidad y un empuje que la historia no ha hecho sino agrandar.
Sin que haya mediado mérito alguno por nuestra parte, os decía: porque en la base de la vocación están el conocimiento de nuestra miseria, la conciencia de que las luces que iluminan el alma —la fe—, el amor con el que amamos —la caridad— y el deseo por el que nos sostenemos —la esperanza—, son dones gratuitos de Dios. Por eso, no crecer en humildad significa perder de vista el objetivo de la elección divina: ut essemus sancti, la santidad personal.
Ahora, desde esa humildad, podemos comprender toda la maravilla de la llamada divina. La mano de Cristo nos ha cogido de un trigal: el sembrador aprieta en su mano llagada el puñado de trigo. La sangre de Cristo baña la simiente, la empapa. Luego, el Señor echa al aire ese trigo, para que muriendo, sea vida y, hundiéndose en la tierra, sea capaz de multiplicarse en espigas de oro.
(Homilía VOCACIÓN CRISTIANA, de Es Cristo que Pasa).