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El amor «materno» de Dios
La desesperanza es un enemigo sutil que nos lleva a encerrarnos en nosotros mismos. Pensamos que hemos defraudado a Dios, como quien se compra un aparato electrónico y de golpe descubre que no era tan bueno como lo pintaban... Sin embargo, al vernos en ese estado, Él quiere recordarnos que ¡nos conoce perfectamente! A cada uno de nosotros podría decirnos, como a Jeremías: «antes de plasmarte en el seno materno, te conocí» (Jr 1,5). Por eso, su Amor por nosotros constituye una seguridad firme: sabiendo cómo somos, Dios nos ha amado hasta dar la vida por nosotros… y no se ha equivocado. Cuando incluso esta verdad, tan consoladora, nos resulte lejana, acordarnos de nuestra Madre puede ser como el atajo que nos facilite el camino de vuelta[14]. Ella nos acerca de modo particular a la Misericordia de ese Dios que está esperándonos con los brazos abiertos. En su última Audiencia general, Benedicto XVI nos confiaba: «Desearía invitaros a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día, también en la dificultad. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano»[15]. Y precisamente para que lo sintamos, Dios ha querido manifestarnos su amor paterno… y materno.
El amor «materno» de Dios aparece expresado en diversos momentos a lo largo de la Escritura; quizá el pasaje más conocido sea el de Isaías: «¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!» (Is 49,15); o, de un modo aún más explícito: «como alguien a quien su madre consuela, así Yo os consolaré» (Is 66,13). Sin embargo, Dios quiso ir más allá, y darnos a su misma Madre, aquella mujer de quien se encarnó su Hijo amado. Los cristianos de todos los tiempos han descubierto por eso en María una vía privilegiada y particularmente accesible hacia el Amor infinito del Dios que perdona.
A veces podemos encontrarnos con personas a quienes aún les resulta demasiado abstracto dirigirse a Dios, o que no se atreven a mirar a Cristo directamente: un poco como aquellos niños que prefieren acudir a su madre antes que a su padre cuando han hecho algo mal o han roto un objeto valioso... De modo parecido, «muchos pecadores no pueden decir el “Padre Nuestro”, pero dicen sin embargo el “Ave María”»[16]. Y así, por María, «vuelven» a Jesús.
Lucas Buch. Nuevos Mediterráneos