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«También soy hijo de mi Madre María»
San Josemaría había tenido devoción a la Virgen desde niño. No lo había olvidado con el paso de los años; en mayo de 1970, durante su novena a los pies de la Virgen de Guadalupe, decía: «Yo os aconsejo, en estos momentos especialmente, que volváis a vuestra edad infantil, recordando, con esfuerzo si es preciso -yo lo recuerdo claramente-, el primer acto vuestro en el que os dirigisteis a la Virgen, con conciencia y voluntad de hacerlo». Sabemos que siendo muy pequeño su madre lo ofreció a la Virgen de Torreciudad en agradecimiento por haberle curado de una enfermedad mortal. De sus padres aprendió también a rezar a santa María. A la vuelta de los años, recordaba: «todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón...»
Mientras vivió en Zaragoza, san Josemaría visitaba diariamente a la Virgen del Pilar. A Ella acudía con sus barruntos, con la intuición de que el Señor tenía una voluntad especial para él. Aún se conserva una imagen pequeña de esa advocación, hecha en yeso, muy pobre, en cuya base grabó con un clavo: Domina, ut sit!, con la fecha 24-5-924. «Aquella imagen -comentaba años más tarde- era la materialización de mi oración de años, de lo que os había contado tantas veces».
Ya en Madrid, tenía una imagen de la Virgen a la que denominaba «Virgen de los besos», porque nunca dejaba de saludarla con un beso al entrar o salir de casa. «No solo aquélla, todas las imágenes de Nuestra Señora le conmovían. De modo especial las que encontraba tiradas por la calle, en grabados o estampas sucias y polvorientas. O las que le salían al paso en sus correrías por Madrid, como la imagen en azulejos con que se topaban a diario sus ojos cuando dejaba Santa Isabel».
Lucas Buch. Nuevos Mediterráneos