Página inicio

-

Agenda

26 septiembre 2026

MARIA. UN DEBER DE MADRE

UN DEBER DE MADRE
Especialmente las madres tienen el deber de educar en sus hijas el sentido del pudor, de modo que se afiance en ellas esa formidable defensa de la intimidad que es también condición indispensable para la riqueza interior y la apertura a los valones más altos de una vida auténticamente humana y cristiana. El pudor es un sentimiento natural, pero requiere tam¬bién una delicada educación, como acontece con tantas otras cosas. Nadie duda de que robar es transgredir una ley natural y divina-positiva. Sin embargo, hay que enseñar a los niños a no apoderarse de lo ajeno y, cuando esto se hace, nadie medianamente sensato piensa que se, comete un atentado a la libertad del niño, ni que se le va a producir un trauma, sino que se está ayudando a la naturaleza, a la persona, a conseguir sus propias metas, a la realización de sus más altas posibilidades. Pues bien, el sentido del pudor debe ser educado no es negar su índole de cosa natural, sino más bien todo lo contrario: es afirmar que la traición a ese sentido es traición a la naturaleza, y no cabe duda de que cuando la naturaleza se halla traicionada se venga siempre y el traidor lo paga caro.
Una madre—tampoco un padre, claro está— no puede consentir que sus hijas desconozcan el alcance de atuendos, posturas y gestos. Si se me pidiera que concretase un poco más, me resistiría, pero acabaría diciendo, apoyándome en las razones apuntadas, que no podéis permitir que vuestras hijas vistan minifalda; ni bikini en las piscinas y playas. Acerca de los demás detalles, es cosa vuestra descifrarlos, lo cierto es que se abre un panorama inmenso para vina de aquellas obras de misericordia que aparecen en los buenos catecismos de la Doctrina cristiana: vestir al (las) desnudo (as). Verdaderamente la sociedad debiera ser más misericordiosa, comenzando por sus más destacados representantes...
Dejadme insistir también en que el pudor no está reñido, sino exigido por la elegancia. A poco que se reflexione se observará que no cabe elegancia donde se halla ausente el pudor. El pudor es, precisamente, la afirmación de la soberanía del espíritu, la exaltación de la personalidad humana. «La finura del verdadero pudor —ha escrito Giambattista Torelló— mana de altos pensamientos y fuertes pasiones, no de mentes cerradas, embotadas por prejuicios contra todo lo que sea carnal.» Una de estas fuertes pasiones es la del señorío sobre uno mismo, en virtud del cual todo lo que uno es, es poseído verdaderamente por uno. Cosa que no sucede al cuerpo —que es tan personal para el hombre—, cuando se abandona a la posesión —intencional al menos— de cualquiera. Así el cuerpo —y también la persona a la que pertenece— se convierte en cosa de nadie por lo mismo que es cosa de todos. Y entonces, puede decirse, con todo el rigor popular de la expresión, que esa persona, de tal guisa abandonada, es una cualquiera. Esta es la realidad.
Escribí hace algún tiempo en algún lugar: «Si la mujer pierde el pudor, rompe su propio e integral misterio: aquello precisamente que le permitía ser más que una simple cosa, es decir, persona, algo esencialmente misterioso e inagotable y de alguna manera eterno e infinito. De este modo cierra las puertas al amor, que sólo es capaz de brotar en un acto, en un momento, en un clima de pudor. No es posible hablar de amor que no haya tenido este origen maravilloso.» El pudor mantiene también el misterio que es esencial a la mujer. No hay que olvidar que lo que no es misterioso no es capaz de ofrecer un interés duradero. Las cosas captan la atención cuando presentan al hombre algún enigma. Cuando éste se desvanece, se pasa a otra cosa y aquello se olvida. Una mujer sin pudor es una cosa agotable, sin misterio. Pronto cesará su periférico encanto y el vacío —súbita o progresivamente— la llenará por completo; la angustia —que no es cosa de broma— morderá su alma, quién sabe si irremediablemente.
Al principio, cuando se destapa el cuerpo, parece que la poderosa esencia femenina lo inunda todo y la que tiene poco seso —es lo que escasea en estos casos más o menos transitorios o permanentes— piensa que ha ganado en feminidad. Pero todo el mundo advierte que aquel es un cuerpo sin alma. Algo terminado en «o» —el cuerpo— ha suplantado ese otro algo tan misterioso y necesario, terminado en «a» —el alma—. Y ¿qué es una mujer sin alma? ¿Qué es una mujer desalmada? ¿Dónde está, a dónde se fue la femineidad? La mujer ha per¬dido estúpidamente lo mejor de sí misma: ha vendido su alma al diablo. El aroma de su verdadera y poderosa esencia se ha desvanecido para siempre y ya no queda más que un tarro vacío, sin esencia ni nada. Lástima. Con un poco más de seso en la cabeza, esa misma mujer hubiera podido hermosearlo todo, con su pre¬sencia, con su alma enriquecida por el cultivo de las virtudes humanas y las más específicamente cristianas; y las más puras características de su esencia hubieran asomado encantadoramente en sus ojos, en su sonrisa, en su gesto, en su porte. Pero un cuerpo sin alma se pudre y lo pudre todo, porque, sin alma, el cuerpo es un cadáver en trance de putrefacción y, en tales condiciones—si se me permite hablar así—, el alma incorruptible viene a ser un alma sin alma en la que nada se encuentra sino la espantosa soledad:
Tres versos: ¿para qué más?
Si con tres sílabas basta
para decir el vacío
del alma que está sin alma:
¡Soledad!
(José María Pemán)
Si la mujer; en el sentido apuntado, pierde su alma —y el alma, según el clásico, y como enseña la fe, sólo es de Dios, para Dios y no más que para Dios, y para ponerla por Dios en las criaturas de Dios para ordenarlas a Dios…—, ¿qué será del alma del mundo, de la humanidad toda? ¿Qué será del hombre; si la mujer deja de ser la guardiana y defensora de lo más íntimo, de eso tan íntimo y personal que es ella misma? ¿Cómo pretende dejar de ser contemplada como «objeto», si ella se manifiesta como tal?-¿Por qué se queja; entonces? ¿Por qué compra —y hasta lee— revistas v asiste a espectáculos en los que la mujer no es más que una cosa, un mero instrumento, un trapo sucio y repugnante cubierto —eso sí— de quincallas y oropeles? ¿Cómo es posible que consienta en ser cómplice de bastardos intereses masculinos? ¿Por qué no se valora más a sí misma de verdad, con hechos más que con palabras? Pero estoy generalizando demasiado. Se entiende bien lo que quiero decir, me parece.
Y una de las cosas que quiero decir es que, si se quiere «promocionar» a la mujer, lo primero que hay que hacer es vestirla, con sencillez y elegancia, lo cual supone atenerse, antes que nada, a las leyes fundamentales del pudor y de la modestia.
Vale la pena, porque hay algo en el aspecto y en la actitud de una mujer sensata que permite a la mirada del hombre descubrir en ella ese más —más que cuerpo, más que «objeto»— que es el alma, la persona y eso que llamamos personalidad: una vida interior impalpable, pero rica y, por ello, incontenible, que se traduce al exterior en mil detalles que apenas se perciben en su individualidad, pero que crean en el ambiente un «no se sabe qué», que sirve de verdad, porque eleva la mirada que —lejos de aplastarse en un cuerpo opaco, sin alma— alcanza los estratos más hondos de la persona, hasta el punto donde se descubre esa imagen de Dios que es la mujer, como lo es el hombre.
Fijemos, por fin, nuestra mirada en la Mujer que compendia todo el encanto de la Creación: Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra. Invoquémosla confiadamente. Pidámosle que interceda por todos los hombres, por todas las mujeres. Para que unos y otras sepamos comportarnos siempre, cualesquiera que sean las circunstancias, de acuerdo con la dignidad de los hijos de Dios. Que este mundo nuestro descubra de nuevo la importancia de esa humilde y poderosa virtud que ha sido tema de nuestras reflexiones; que recupere el respeto al misterio sagrado de lo personal.
«Ne timeas, Maria! —¡No temas, María!... —Se turbó la Señora ante el Arcángel. —¡Para que yo quiera echar por la borda esos detalles de modestia, que son salvaguarda de mi pureza!».
ANTONIO OROZCO