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Descansar junto al Sagrario como Jesús en Betania
El Maestro se preocupa de nuestro descanso y de nuestra paz, porque nos ama. También ahora, desde el Sagrario, se propone como buen pastor que ofrece reposo a nuestra alma y a nuestro cuerpo -en la medida señalada por la providencia-, de modo análogo a como se interesaba por el descanso espiritual y físico de los discípulos durante su paso por la tierra.
Narra san Marcos que, al regresar de su primera misión, «reunidos los Apóstoles con Jesús, le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Y les dice: "Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco". Porque eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer. Se marcharon, pues, en la barca a un lugar apartado ellos solos» (Mc 6, 30-32).
Vemos aquí otra manifestación más de la preocupación de Cristo por quienes le siguen; en esta ocasión, por su descanso físico. La ocasión, sin embargo, le sirve para enseñar un detalle muy importante: para descansar, no basta abandonar filialmente nuestros cuidados en el Padre, ni sabernos perdonados y perdonar; para gustar la paz profunda es necesario permanecer físicamente cerca de Jesús.
También nosotros, muchas veces, necesitaremos descansar gustando de la presencia real del Señor en el tabernáculo, distanciándonos (unas horas, algunos días) de las ocupaciones habituales para hablar más tranquilamente con El, como los Apóstoles en aquella ocasión. Nos acercaremos al Sagrario, donde Él se ha quedado a nuestra disposición, para satisfacer esa urgencia de conversar más a solas con el Maestro en el sosiego de su cariño, en su comprensión, en su palabra. A este propósito, el Papa Juan Pablo II escribía: «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cfr. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (Ecclesia de Eucharistia, 17-1V-2003, n. 25).
¡Con qué frecuencia convendrá que dejemos la comodidad de nuestra casa para pasar un rato físicamente cerca de Jesús en una iglesia, quizá fría en invierno, o calurosa en verano! O bien alargar el trayecto de regreso al hogar, después del trabajo, para saludar sin prisa al Santísimo Sacramento. Quizá sean pocos minutos, porque nuestros deberes no nos permiten permanecer más tiempo. Pero esos breves instantes bastan para que el alma abandone en el Corazón de Jesús las preocupaciones que arrastra, y se realice de nuevo ese maravilloso intercambio de caridad en el que siempre salimos ganando. Nos levantaremos más ligeros y alegres, con paz para nosotros mismos y para los demás.
De ordinario, miramos a Dios como fuente y contenido de nuestra paz: consideración verdadera, pero no exhaustiva. No solemos pensar, por ejemplo, que también nosotros «podemos» consolar y ofrecer descanso a Dios. Así han procedido los santos; como muchas personas procedieron con Jesús -Dios y Hombre- mientras estuvo sobre esta tierra. Juan Pablo II recoge en su carta Dies Domini un texto de san Ambrosio, donde -de forma indirecta- alude al consuelo y descanso de Dios en la criatura: «Gracias pues a Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera encontrar descanso. Hizo el cielo, pero no leo que allí haya descansado; hizo las estrellas, la luna, el sol, y ni tan siquiera ahí leo que haya descansado en ellos. Leo, sin embargo, que hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual podía perdonar los pecados» (San Ambrosio, Comentarios al Hexameron, VI, 10, 76).
Evidentemente, con nuestra devoción y nuestra piedad eucarística, tratamos al Maestro como amigo, le acogemos en el alma. Una escena evangélica ayuda a reflexionar sobre esta espléndida realidad de amor. En Betania, seis días antes de la Pascua, ofrecieron una cena a Jesús. «Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él. María, tomando una libra de perfume muy caro, de nardo puro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12, 2-3).
Tres hermanos pendientes del Señor: uno a su lado, comensal de la misma mesa; una, sirviéndole; otra, ungiéndole. Compañía, servicio, amor. Este pasaje resume las coordenadas de nuestra devoción eucarística. Bajo el velo de las especies eucarísticas, Jesús se halla encerrado en el tabernáculo: « Cuando te acercas al Sagrario -escribe san Josemaría- piensa que ¡Él!... te espera desde hace veinte siglos» (Camino, n. 537). Con nuestros detalles de cariño, con nuestras visitas al Santísimo, podemos lograr que se sienta acompañado, lo mismo que cuando conversaba con Lázaro; que se sienta servido con los cuidados de Marta, que dedicaba al Maestro toda su competencia profesional de ama de casa; que se sienta amado con la esplendidez de María, que no reparó en gastos ni en farisaicos escándalos. Agradezcamos más esta posibilidad de ofrecer a Jesús sacramentado nuestro corazón y nuestra Iglesia como una Betania constante, porque cultivemos nosotros las disposiciones y las obras de aquellos tres hermanos.
No hay aquí asomo de utopías, porque el Cristo del Sagrario es el mismo que caminó por Palestina y que aquella tarde acudió a la mesa de Lázaro en Betania. Con palabras de san Josemaría: «Para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado» (Es Cristo que pasa, n. 154).
JAVIER ECHEVARRÍA