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Por fin llegan a Egipto
Las estrellas brillaban sobre sus cabezas desplegando hacia el suelo una cortina centelleante de plata, de hilos parpadeantes de luz. Reinaba el silencio, y solo llegaba desde el mar el fragor de las olas rompiendo contra la costa rocosa. De aquella parte soplaba un viento fresco, pero vivificante.
Hacía varias horas que estaban en camino, orientándose por las estrellas y la línea de los montes que corrían paralelos al mar. El asno, descansado, caminaba con gallardía sin necesidad de ser animado. El perro correteaba alrededor de ellos: ya desaparecía en la oscuridad dejando oír únicamente sus ladridos fuertes, ya pasaba corriendo a su lado semejante a un pájaro asustado que levanta el vuelo debajo de los pies. A veces tropezaba con algún animalejo, al que perseguía gruñendo quedamente.
Miriam iba montada en el asno con su Hijo en brazos. Mientras descansaron en el pequeño palmeral, Jesús apenas durmió. Estuvo jugando. Había dejado de ser ese niño pequeño que dormía continuamente. Se había convertido en un chaval sensato, sereno, despierto, que disfrutaba mirándolo todo y preguntando por todo. José lo observaba mucho. Jesús recordaba a su madre incluso por el carácter.
Lo habitual coexistía en El con algo inhabitual e inaccesible. Ayer mismo lo estuvo observando mientras jugaba con los hijos de Attay. En la calleja estrecha, donde los rayos del sol caían oblicuamente formando un revoltijo nebuloso de luces y sombras, se movían las siluetas de los niños jugando. La silueta del Niño era visible a un lado. Era demasiado pequeño para tomar parte en el juego, y sin embargo participaba en él observando con curiosidad los movimientos veloces de los niños mayores. A veces, entre las risas infantiles José percibía su risa. Se reía como su madre: sereno, alegre, nunca maliciosamente.
Cuando le llamó, le preguntó:
—¿Te has divertido mucho?
—Ellos saltaban y Yo me reía —contestó con su lenguaje infantil.
—Ven, mamá está esperando. Tienes que lavarte y comer.
Nunca se escapaba ni ponía mala cara, cuando se le pedía que dejara el juego. Bastaba decir: «Mamá está esperando» para que lo abandonara todo inmediatamente.
—Contaré a Mamá que Jesús ha reído —balbuceó, poniendo su manita en la de José—. Ven, Cadu, mamá está esperando, ven —llamó al perro—. Tienes que lavarte...
Al perro le llamó Cadu. El perro, que se había encariñado tanto con ellos, se había encariñado mucho más con el Niño. No gruñía ni ladraba nunca, cuando los deditos de Jesús en una caricia cálida le tiraba de los pelos. Seguía echado dócilmente y sólo movía los ojos para mirarle. Con el chico hacía gala de una paciencia inagotable. Cuando el Niño despertaba, le buscaba en seguida con la mano: «¿Cadú?».
Cansado de jugar, ahora dormía. Miriam permanecía rígida y vigilante sobre el asno. La miró a la cara de refilón y le pareció notar un movimiento imperceptible de los labios. Recitaba probablemente sus berakoth.
—¿Estás rezando? —preguntó.
—Estoy rezando. Le doy las gracias al Altísimo.
—Quedan muchos peligros por delante...
—El los conoce. No quiero pensar en lo que hay delante. Le doy gracias por lo recibido ya. Por El... —con un movimiento de la cabeza señaló la cabecita del Niño apoyada sobre su pecho—, por las estrellas que nos iluminan el camino, por el asno que camina con tanta gallardía.
«Yo, sin embargo, he de pensar en lo que hay delante», reflexionaba José. No había amargura en este pensamiento. Le causaba alegría que la muchacha amada tuviera tanta confianza y no fuera temerosa. Ella vivía siempre de cara al momento presente. El, sin embargo, tenía que vivir de cara al futuro. Debía prever cada uno de sus próximos pasos.
—Reza también —le dijo— para que tampoco ahora nos falte Su ayuda.
—¿Cómo podría faltarnos? —la voz de Miriam denotaba estupefacción.
—No, claro que no —admitió—. Yo también creo que estará siempre con nosotros. Pero cada instante acarrea nuevos peligros. Habrá que decidir...
—Sin duda sabrás cómo actuar.
Guardó silencio. Ella tiene razón, reconoció él. Puesto que El me encomendó hacer el papel de padre, está indudablemente a mi lado. Pero yo no lo percibo. Los temores me asaltan continuamente, la sensación de impotencia... Nunca sé con certeza si el camino escogido es el que debía haber tomado.
Sintió sobre su brazo la caricia de la mano de Miriam.
—¡Te preocupas tanto por nosotros! —le dijo con una voz llena de amor—. Por ti también tengo que dar gracias continuamente.
—Me preocupo, dentro de mis capacidades. Pero cuando llega el momento decisivo, El coge las riendas de mis manos en las Suyas.
La mano de la mujer se apoyó en su brazo con más fuerza.
—Se comporta como padre. No sólo Suyo —indicó a Jesús—, sino también tuyo y mío.
* * *
Seguían avanzando bajo la bóveda del cielo incrustada de estrellas. Los caminos que tomaban estaban desiertos. Pasaban por aldeas dormidas. En medio de los montes ladraban los chacales, y sus ojos relucientes les acompañaban sin cesar. Ahora el perro no se alejaba. Se quedaba al lado del pollino, vigilante, con las orejas tiesas. A veces gruñía quedamente.
El cansancio se apoderaba lentamente de ellos. Pero el cielo encima de los roquedos que se veían más allá de los montes empezaba a clarear. Los contornos de los montes se hicieron visibles. Las estrellas se apagaban a oriente. Las demás perdieron su fulgor vítreo. El silencio parecía aún más profundo. Dejaba apreciar un rumor del mar, tan uniforme, que se fundía con el silencio. De alguna granja que habían pasado les llegó el canto de un gallo. La noche se replegaba en el suelo semejando un abrigo que resbala por los hombros.
Subido en un altillo, José miraba en todas las direcciones. La ciudad amurallada que tenía a sus espaldas era Gaza sin lugar a dudas. La línea de vegetación que cerraba el paso debía de ser la línea del río fronterizo.
Faltaba poco para llegar a ella, pero ya era de día y ellos estaban en un espacio abierto. La pista de Gaza a Bersheba les separaba también del río. Para llegar a la frontera tenían que cruzarla. A ambos lados de la pista había un terreno despejado y yermo: después de abandonar la línea de los montes donde se encontraban en aquel momento, no podrían encontrar ningún sitio para ocultarse.
¿Quedarse donde estaban o seguir adelante? Tenía que tomar de nuevo una decisión. ¡Es tan difícil descubrir la voluntad del Altísimo en asuntos tan sencillos! Pero habían emprendido el camino sin agua ni provisiones. Quedarse un día entre las rocas sin comer ni beber, sobre todo para el Niño, iba a ser muy penoso. Convendría más bien —a pesar del cansancio— llegar cuanto antes hasta el río, cruzarlo y descansar en la otra orilla. ¿Pero qué iban a encontrar allí? Sabía una cosa, que al otro lado del río empezaban las tierras del reino nabateo. El rey nabateo era aliado de Herodes, pero José pensaba que en la otra orilla podrían buscar ayuda por las aldeas y los poblados sin tanta precaución.
Hubiera preferido tener ya el río a sus espaldas. Pero estaba intranquilo por si era la impaciencia la que le estaba imponiendo la decisión. Estaba cansado, y ¡qué cansada debía de estar Miriam! Ella no se lo dijo, pero lo adivinaba por el aspecto de su cara. ¿Y cómo será la travesía? Allí donde iba a cruzar el río con los suyos no había ninguna senda. Para llegar a la pista utilizada por la gente tendría que desviarse muchos estadios hacia el sur. Tropezaría con caminantes, y quién sabe si no toparía también con soldados. La pista podría estar bajo vigilancia. ¿Quizás los que los buscaban en Ascalón les estaban esperando en el río?
Los pensamientos le revoloteaban en la cabeza como pájaros cogidos en una jaula buscando en vano una salida. Sin embargo, tenía que tomar una decisión, tenía que imponer su decisión al Altísimo. Antes de bajar hasta donde estaban esperando su esposa y el Niño, volviendo la cara hacia los montes tras los que, allá lejos, estaba Jerusalén, recitó una corta oración: «Oh Señor, Tú que envías la paz al corazón del hombre, haz que la decisión que vaya a tomar sea conforme a Tu voluntad...».
Bajó del altillo. Miriam, sentada en el suelo, alimentaba a Jesús con algún resto de comida que había traído con ella. El asno mordisqueaba unos hierbajos secos y míseros que despuntaban entre las rocas. El perro, echado con la lengua fuera, jadeaba. Miraba con envidia el trozo de torta en la mano de Jesús.
—¿Y qué has decidido? —preguntó Miriam, levantando la vista sobre José.
Estuvo un momento retorciéndose dolorosamente las manos.
—Me parece que hemos de realizar un esfuerzo más, llegar hasta el río y pasar a la otra orilla. Esto puede ser duro, muy duro...
—Si consideras que tenemos que hacerlo, vamos. Se volvió hacia Jesús: «¿Has comido ya Hijito?».
El levantó los ojos para mirarla.
—No he comido. Mamá tiene hambre, Cadú tiene hambre...
—Padre, Cadú y yo comeremos cuando crucemos el río. Pero tú tienes que comer ahora. Porque ya seguimos adelante.
—¿No estarás demasiado cansada? —preguntó José en voz baja.
—Descansaremos al otro lado del río...
—¡Oh, si estuviera seguro...!
—Tienes que estar tranquilo, José. Mira lo contento que está Jesús porque nos ponemos en marcha.
No se montó en el asno, sino que sentó a Jesús sobre su lomo. El Niño se divertía yendo solo. Refregaba con sus pies desnudos el lomo velludo del animal, se reía feliz. Como siempre, estaba alegre y radiante.
El sol apareció detrás de los montes e inmediatamente su ardor contuvo y apagó la fresca brisa marina que habían sentido durante la noche. La llanura pedregosa perdió rápidamente su frescor.
Llegaron a la pista. Formada con grandes losas, les cortaba el camino con una línea recta y uniforme. Antes de cruzarla, dejó a los suyos ocultos detrás de una zarza cubierta de flores rosas, y salió solo a la calzada. La pista estaba desierta y sólo allá en la lejanía le pareció vislumbrar unas siluetas humanas en movimiento. Le hizo una señal a Miriam. Cruzaron la pista como si traspasaran el umbral de una puerta.
La tupida pared vegetal que crecía a la orilla del río ya no estaba lejos, pero el espacio que les separaba de ella estaba completamente despejado. Aunque se daba cuenta de que el apremio cansaba a Miriam, la obligó a caminar deprisa. Se acercaron jadeantes a los matorrales espinosos intrincados, desde detrás de los cuales llegaba el olor refrescante del río. Al llegar a la proximidad de las zarzas, José volvió la cabeza y quedó petrificado de espanto. Allí donde habían cruzado la pista había tres jinetes. No avanzaban, estaban parados con la cabeza mirando en dirección al río. Le parecía que les estaban mirando. ¡Lo más inquietante era que estos hombres no montaban asnos sino caballos!
—¡Más deprisa! —rezongó entre dientes—. ¡Más deprisa! ¡Tenemos que bajar cuanto antes al río...!
Pero los matorrales espinosos formaban una pared compacta imposible de atravesar. No había ningún sendero para cruzarla. Quedaba un solo remedio: meterse entre las zarzas. José, apartando las ramas, intentaba hacer pasar al animal, que se negaba a dar un paso. Miriam envolvió completamente a Jesús en el manto, incluso la cabeza, y cogiéndole en brazos se adelantó la primera. José veía las espinas desgarrándole la ropa, lacerándole los brazos. En la túnica de la mujer aparecieron unas manchas rojas. Cubriendo al Niño con su cuerpo consiguió llegar hasta el río. El asno seguía oponiéndose a meterse entre las zarzas. Luchando con el animal testarudo vio, por encima de su cabeza, que los tres hombres que antes estaban parados en la pista la habían abandonado para dirigirse ahora hacia el río. No iban deprisa y sin embargo parecían moverse siguiendo sus pasos. Había algo extrañamente amenazador en este lento caminar detrás de ellos. El sol se reflejó en algo que llevaban en la cabeza, brilló como un relámpago. ¡Debían de ser cascos! Entonces eran soldados. El pánico se apoderó de José. Con Una violencia inusitada dio un tirón al asno. El animal, sorprendido por esa brusquedad, cedió finalmente. Seguía ahora a José dejando en las espinas puñados de su pelo. José llevaba también los brazos y la espalda llenos de rasguños. Pero habían conseguido cruzar la barrera de zarzas.
El río corría por un cauce profundo. El agua turbia bajaba lentamente. No obstante, José estaba seguro de que no iban a tropezar con una poza.
—Crucemos —dijo—. Deprisa. Alguien viene detrás de nosotros desde la pista... No sé lo que significa...
La sangre corría por los brazos de Miriam. Una espina la hirió en la frente, justo en la base del pelo, la gota roja oscura coagulada encima del arco ciliar semejaba una joya colgada. José trataba de no mirar las manos v los pies ensangrentados de Miriam. El mismo sentía dolor por los múltiples rasguños. Incluso en el pelo claro del asno hicieron su aparición unas manchas rojizas.
Se adelantó el primero en el río tanteando el fondo con un palo. El agua le llegaba a la cintura. Llevaba al asno con Jesús montado encima. Miriam caminaba al lado sujetando al Niño. El agua se hizo más profunda, llegaba a los pies del Chiquito. Jesús se inclinaba, metía la mano en el agua y riendo salpicaba alegremente por todos los lados. La madre que caminaba a su vera no dejaba de hablarle, conversaba tranquila y alegremente como si tomara parte en su juego. Parecía no sentir el dolor que le causaban las heridas en el cuerpo al contacto con el agua.
Jesús dejó de salpicar de repente. Mirando a su madre vio suspendido encima de su ojo derecho el colgante de grana. Extendió el dedito y tocó la frente de Miriam.
—¿Mamá duele? ¿Mamá duele? —preguntaba.
—No, no duele —le tranquilizaba ella.
Pero El, como si no creyera sus palabras, tocó delicadamente con el dedito la gota de sangre, llevándola luego a su propia frente.
—Duele... —dijo.
La profundidad del agua disminuía a cada paso. Llegaron sin dificultad a la otra orilla. Esta era más alta y más abrupta. Dejando al asno para que se las arreglara solo para salir del agua, se fue presuroso en ayuda de Miriam. Sus ropas empapadas de agua parecían muy pesadas. Por suerte, la orilla meridional del río no tenía tanta vegetación como la del norte. En cuanto salieron del río, Miriam se sentó agotada en el suelo. Jesús saludaba al perro que había cruzado primero el río a nado, y les estaba esperando en la ribera opuesta meneando alegremente el rabo.
Al llegar a la orilla, José volvió la vista atrás. Como no podía ver nada, trepó a un montículo pequeño. Allí, de pie, observaba el ribazo de enfrente. Los otros acababan de llegar a la pared de zarzas. Eran soldados. Uno se quedó en su silla, dos habían desmontado y con ayuda de sus espadas se abrían paso.
JAN DOBRACZYNSKI