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LA PROCACIDAD: RAÍZ DE ATEÍSMO
Si, como hemos visto, el pudor es la reserva peculiar de lo íntimo; si es requisito indispensable para que el yo, la persona, se conserve para sí en toda su riqueza, ya que de otro modo se esfuma, se pierde; si la procacidad diluye el carácter personal de las relaciones humanas, entonces cabe concluir que, con la procacidad o ausencia del pudor, el ateísmo es inevitable. «Si la intimidad personal está disuelta —dice Jacinto Choza—, el ateísmo es inevitable», «porque el encuentro con Dios se realiza siempre en el centro mismo de la intimidad personal». ¿Cómo va a tratar a Dios —el Ser personal en grado sumo— quien se halla habituado a tratar de un modo prácticamente impersonal a sus semejantes e incluso a sí mismo?
Cierto, los usos sociales relativizan hasta cierto punto las leyes del pudor, pero sólo hasta cierto punto. Lo que es del todo imposible es que el pudor desaparezca sin que las consecuencias no se dejen sentir muy pronto en toda la vida de la persona y de la sociedad. Porque, aun en el supuesto de que los atuendos playeros (o de otro tipo) al uso no provocaran de hecho numerosos pecados, ese modo desenfadado de comportarse con el propio cuerpo como si no exigiera protección alguna del pudor crea un clima de naturalismo intrascendente que va cerrando cada día más a los valores típicamente espirituales y a Dios, en definitiva. Por otro lado, al acostumbrarse a ir con la casi totalidad del cuerpo desnudo en lugares en que ciertamente la situación psicológica permite una mayor brevedad de ropa, cuando la preocupación por el pudor es nula —como sucede con tanta frecuencia—, entonces difícilmente surgirá el sentido del pudor en otros lugares en los que ya, sin lugar a sutiles disquisiciones, su ausencia desencadena irremediablemente el erotismo sin máscara de ninguna especie. Es decir, que si, por ejemplo, para practicar un deporte es necesario y conveniente acortar el vestido, no por ello cabe pensar que ya no hay que preocuparse del pudor en el deporte. Porque si uno no se preocupa ahí (no hablo de «obsesionarse», sino de «atender»), poco a poco se irá despreocupando de él cualquiera que sea la situación en que se encuentre: se irá reprimiendo el sentido del pudor, hasta ese punto en que su voz se hace imperceptible. Del mismo modo que uno puede acostumbrarse al fraude, al robo y hasta al asesinato, lo cual no es precisamente un beneficio para la persona ni para la sociedad... En el enorme y vivo engranaje que constituye la vida social, cada pieza debe estar bien ajustada en el lugar que le corresponde, de lo contrario todas las relaciones sociales se van desquiciando, o se resienten al menos del desajuste particular. El pudor es una pieza que puede parecer más o menos insignificante pero de ella depende en gran medida el control de los impulsos sexuales, los cuales, una vez desbocados convierten a los hombres en bestias salvajes, apresadores o apresados; esclavos, porque—a pesar de, lo que los ingenuos; suelen creer—en la selva no hay libertad ni cosa parecida: allí impera la ley del más fuerte y esa ley no parece ser la más adecuada a la justicia que tanto se blasona, y mucho menos a la caridad verdadera, de la que tan escasos andamos, también porque no se halla bien ajustada esa pieza al parecer insignificante que es el pudor.
Y esa conexión que acabo de apuntar, entre la procacidad (pérdida del pudor y de su sentido) y el salvajismo (anarquía, asesinato de inocentes -aborto-, etc.) y las más importantes lacras que padece hoy nuestra sociedad; esa conexión que puede parecer ilusoria por la aparente desproporción entre causa y efecto; es muy real y convendría reflexionar sobre ello.
Desde luego,-se puede frecuentar, por ejemplo, una playa donde la indumentaria general sea máximamente breve, sin cometer pecados actuales de lujuria Pero, de hecho, y por la razón apuntada, la intimidad personal va perdiendo fuerza, vigor, estima, y en esa medida, empobrecida la vida interior, se dificulta más y más la relación con Dios, que ha de ser cada vez más íntima, personalísima. Por lo demás, perdido el pudor, las sanas costumbres se pierden también, y la conducta —como es bien sabido—, cuando no se ajusta a la fe, la erosiona hasta el punto de poder eliminarla por completo.
Es evidente que los padres que facilitan a sus hijas atuendos más o menos procaces no sólo se hacen cómplices de los pecados que sus hijas —y muchos otros, con ocasión de ellas— pueden cometer, sino también del progresivo empobrecimiento de fe. ¡Cuántos padres Se lamentan de la pérdida del sentido religioso de sus hijos, -y no caen en la cuenta de que ellos son los responsables; por haber consentido que se prostituyan lamentablemente -incluso proporcionándoles los medios económicos—, sin darse apenas cuenta de la gravedad del asunto.
Pero al interlocutor impermeable acaso le quede todavía, la inquietud del insatisfecho, aseverando que es todo cuestión de condicionamientos sociales, convencionalismos, costumbres, patrañas o prejuicios religiosos. Si el niño se acostumbra a ver gentes sin más abrigo que la epidermis, el erotismo no se apoderaría de él cuando alcanzara la edad adulta, y la sociedad -continúan los naturalistas—, como sucede en los países avanzados, sería más pura; la pornografía no escandalizaría a nadie; la «liberación» del sexo, además, evitaría complejos innecesarios, y de la salud psíquica del individuo se derivaría la deseada sociedad libre, paradisíaca, insensible e indiferente a lo que hoy «nuestra mojigatería» convierte en tentación y pecado. Según este punto de vista, habría que felicitarse por el hecho de que la televisión, el cine, la prensa, presenten a todos los públicos esas imágenes que hasta el momento hemos considerado inoportunos excitantes. Frente a esto escribía recientemente J. M. Pero-Sanz, en «ABC»: «Tampoco estoy muy seguro de que semejante abundancia traiga consigo una insensibilidad, una indiferencia. Cuestiones tales como la anticoncepción, los embarazos extramatrimoniales, el aborto, etc., no parecen haber desaparecido de una sociedad en la que, teóricamente, todos estaríamos curados de espanto ante cualquier provocación. Ustedes han oído, como yo, mil veces la historia esa del cambio de costumbres y de la sensibilidad. Lo que, sin embargo, no he oído es que, a consecuencia de ese 'acostumbramiento', resulte hoy más fácil la virtud de la castidad.»
Por supuesto que también se pueden quebrantar las leyes del pudor sin mostrar siquiera un centímetro de epidermis. Basta, por ejemplo, usar una talla menor a la que corresponde; resaltar artificiosamente aquellas unidades anatómicas que llamábamos más impersonales e inexpresivas de lo que la persona en el fondo es. Y todo el mundo sabe que un levísimo gesto intencionado puede desencadenar una tempestad. Hay que estar, por tanto, en los detalles. El pudor, como toda virtud, estriba de ordinario en pequeñas cosas, en las que hay que estar tanto, como en las grandes, porque quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho.
Sobre todo, cuando el sentido común se enriquece con el sentido sobrenatural, resulta fácil saber cómo adecuar el atuendo, el gesto, la postura a cada circunstancia y descubrir aquellos rangos de la moda que no se ajustan al aspecto que debe ofrecer la persona en cada situación.
ANTONIO OROZCO