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16 septiembre 2026

JOSE. Siguen las malas noticias

Siguen las malas noticias
Tal como se lo había dicho a Miriam, estaba convencido de que no convenía por el momento abandonar la ciudad. En casa de Attay estaban ocultos. Había que permanecer algún tiempo en este escondite, hasta que terminaran de buscarles. Después de su conversación con el pelirrojo, prefirió sin embargo no aparecer por el mercado. A la noche le hizo una seña a Attay y le sacó a un pequeño patio fuera de la casa. Hasta entonces no le había contado al tejedor los motivos que le obligaban a emprender viaje a Egipto. Prefirió no decírselos ahora tampoco.
—Escucha, Attay —le dijo—, quiero pedirte algo. Nos has dado hospitalidad y te estamos muy agradecidos por ella. Esperaba seguir el viaje mañana. Pero llegué al convencimiento de que estaría mejor, si pudiéramos quedarnos unos días más en la ciudad. Quisiera que mi mujer descansase...
—Si lo has decidido, José, quedaos.
—Te lo agradezco. Pero me doy cuenta de que somos un estorbo para ti. Quisiera recompensarte de algún modo estas molestias. Se me ocurrió una idea. Estando hoy en el mercado me he convencido de que los de Judea no son muy bien vistos aquí...
—No lo son. Nosotros aprendimos a convivir con los infieles. La gente de Judea suele discutir. Terminan siempre riñendo y pegándose. Acaban a veces en batalla campal, con muertos... El gobierno está en manos de los griegos y cuando ocurre algo semejante se vuelven entonces contra todos nosotros... Los soldados de Herodes van también en ayuda de los gójim...
—Ya ves, soy forastero y llamo la atención. Sería mejor que fueras tú quien hiciera las compras de comida. Sé que te es difícil alimentar a tu familia... Te lo ruego, coge este dinero, compra con él comida para los tuyos y para nosotros.
Puso en la mano encallecida de Attay tres chapitas de oro, del aro aplastado. El tejedor miraba el oro en silencio, luego empezó de repente a temblar todo entero.
—¿Qué me has dado, José?
—No tengo dinero, sólo tengo estos trocitos de oro.
—¡No he visto en mi vida semejante riqueza!
—Hiciste mucho por nosotros.
—Lo que hice no vale siquiera un granito de este oro.
—La bondad no se mide con oro. Lo recibimos y queremos compartirlo contigo.
Attay no dijo nada más. Los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Seguía de pie, temblando con las chapitas de oro en la mano. Queriendo tranquilizarle, José le preguntó:
—¿No habrás oído que los soldados de Herodes buscan a alguien en la ciudad?
Pero el tejedor miró a José con una mirada inconsciente.
—¿Buscan? No sé nada... No he oído... ¡Que el Altísimo os premie por lo que habéis hecho por mí y mis hijos! Que la bendición del eterno Shekiná esté sobre vosotros y vuestro Hijo.
Estuvo un buen rato expresando en voz alta su agradecimiento y las bendiciones. Cayó la noche, pero Attay no dormía. A la luz de la linterna, José veía al tejedor paseando entre las esteras donde dormían sus hijos. Estaba hablando solo.
Por la mañana temprano, ya estaba preparado para ir al mercado. Se llevó con él a su hijo mayor cargado con una cesta grande.
A la hora de la comida, el chico volvió solo. Dijo que perdió a su padre en el mercado. Attay no volvió hasta la noche. Cuando anocheció y el tejedor seguía sin regresar, todos en la casa fueron presos de inquietud. La esposa de Attay vino llorando a Miriam, que tuvo que tranquilizarla. El más asustado era José. Tenía la absoluta certeza de que la desaparición de Attay tenía alguna relación con el oro que le había entregado.
Era noche cerrada cuando chirrió el portillo y se oyeron unos pasos inseguros y unos sollozos. Attay entró en casa bamboleándose y sollozando. Desprendía olor a vino. Llevaba la cara ensangrentada y la túnica rota. Volvió sin manto. No trajo ni el cesto ni la comida.
Cuando estuvo en medio de la habitación, cayó de rodillas. Gimiendo y lamentándose, golpeaba con la cabeza la tierra batida. Se despertaron los niños y empezaron a chillar. La esposa de Attay se precipitó hacia su marido. Viendo su desesperación, empezó ella también a llorar y mesarse el cabello. Nadie sabía lo que había ocurrido y, sin embargo, todos presentían que había caído sobre la casa una terrible desgracia.
José, sentándose en el suelo al lado de Attay sollozante, trataba de averiguar el motivo de su desesperación. No fue fácil. El otro gemía, pero poco se podía sacar de sus palabras entrecortadas. Finalmente, José comprendió lo que había ocurrido: el tejedor había presumido en el mercado con sus chapitas de oro ante unos conocidos que encontró. Los otros le convencieron para que los acompañara a una tasca. Bebió y el vino se le subió a la cabeza. Se olvidó de todo. No recordaba siquiera lo que había hecho, lo que él había dicho, ni lo que habían dicho los otros. Cuando recobró el sentido, estaba solo en la calle. Sus amigos habían desaparecido. En cambio, fue agredido por unos malhechores. Estos le hirieron, le robaron el manto y el dinero.
A medida que oía la historia de Attay interrumpida por sollozos, José sentía un espanto creciente. No tenía dudas de que Attay debió hablar en la tasca de las personas que le dieron el oro. ¡Les había traicionado! Montó en cólera contra el pordiosero que se revolvía en el suelo. Para él era una pérdida de dinero, pero para ellos, era una condena a muerte... Los que habían escuchado a Attay, colegirían con toda certeza la relación entre la gente que se ocultaba en casa del tejedor y los fugitivos buscados por los soldados.
Desde el momento de su encuentro con el pelirrojo, José se daba cuenta de la proximidad del peligro que se cernía sobre ellos. Pero la casa le parecía buen escondite. Ahora se sintió como un animal acosado, a cuya madriguera se acercan los enemigos desde todas partes. Como si de repente el rincón más oscuro donde estaban ocultos fuera iluminado por una multitud de teas.
Estaba sentado con la cabeza apoyada en la mano, cuando oyó a sus espaldas la voz suave de Miriam.
—¿Estás muy enfadado con este pobre hombre?
—¡No has visto lo que ha hecho!
—Él no bebe nunca y no conoce la fuerza del vino. Y los otros quizá habrán querido emborracharle adrede.
—¡Seguro que ha hablado de nosotros! El mismo no se acuerda ahora de lo que ha dicho.
—Se alegró con el dinero. El hombre no sabe alegrarse en solitario. Quiere compartir su alegría con otros. Además, no sabía que tenemos que ocultarnos.
—¡Lo defiendes! Ya te he dicho lo que me contó aquel: nos buscan, han fijado una recompensa... Quizás esta misma noche...
Levantó sobre ella una mirada llena de angustia. Se excitaba con sus propias palabras. Pero la cara de Miriam permaneció tranquila.
—Aquel que te previno allí, en Belén, no vino a verte. Esto significa, que nos queda tiempo para la huida...
Influido por sus palabras José se iba sosegando.
—Tenemos que huir cuanto antes —le dijo—. Pero no tenemos comida para el viaje. Este debía haberla comprado.
—No le culpes más. Todavía tenemos ese collar. Bastará para nosotros y para dejarles a ellos...
—¿Quieres que le dé otra vez? ¿A él? ¡Lo desperdiciará!
—No lo desperdiciará ahora, estoy segura. Y ellos esperaban la comida. Y los niños están hambrientos. Te lo ruego, José.
—No ruegues. Una sola palabra tuya basta.
Aunque la conversación con Miriam atenuó en él su temor febril, no perdió la sensación de que la tierra ardía bajo sus pies. Era muy extraño, y sin embargo se repetía: cuando amenazaba un golpe inesperado, el Altísimo venía en su ayuda poniéndolos en guardia; pero no hacía más. Les dejaba la mano libre. A él, le dejaba el papel del padre...
Sacó el collar escondido en el fondo de la alforja y le arrancó otros dos aros. Luego recogió su modesto equipaje. Podrían emprender el viaje incluso en seguida. Pero José decidió más conveniente salir al mediodía, cuando sobre la ciudad caía un calor tórrido y la gente buscaba la sombra. Por la mañana, mientras el frescor de la noche se mantenía entre los muros, las calles estaban llenas de gente. La puerta de la ciudad estaría probablemente atestada de una multitud de ociosos. Podían tropezar fácilmente con el pelirrojo harapiento y él, viéndoles a los tres, se daría cuenta inmediatamente de quiénes eran.
Pero las horas de espera transcurrían inquietas. El corazón le latía más deprisa cuando se oían pasos en la calle cerca de la casa. José estaba sentado, tenso, pronunciando berakoth.
Attay, después de llorar largamente, se durmió, y seguía durmiendo con fuertes ronquidos y gimiendo en sueños. Al acercarse el mediodía, José le despertó.
—Levántate, quiero decirte algo.
El tejedor esperaba con la cabeza muy baja. Se apretaba las manos y se retorcía los dedos.
—He decidido partir ahora, en seguida...
—Tienes razón, José —balbuceó—. Debéis partir cuanto antes...
—¿Sabes algo?
—Sí... Os buscan a vosotros...
—¿Y tú has hablado?
Se pasaba la mano con los dedos contraídos sobre la cara, como si quisiera despellejarse...
—No sé... No sé lo que he dicho... Pero además, no me lo habías advertido. ¿Cómo podía yo saberlo? Solo cuando empezaron a hablar del asesinato de los niños, de los soldados, de la recompensa... Idos, idos cuanto antes... ¡No me lo perdonaría, si os sucediera algo!
—Lo reconozco, la culpa es mía por no haberte dicho nada. Debía haber confiado en ti, haberte dicho por qué huimos y a dónde nos dirigimos...
—¡No me digas a donde vais! Soy un hombre débil. ¡No quiero saberlo!
—Bien, no te diré nada. Solo quiero darte las gracias por recibirnos en tu casa.
—¡No me des las gracias! He perdido tu dinero.
—Mi mujer decidió que te entregara la cantidad que perdiste. Ten.
— ¡Oh Adonai! —exclamó alzando las manos por encima de su cabeza—. Tu esposa es una mujer como no he visto nunca. No hay otra como ella en el mundo. Mis hijos podrán comer. Sois caritativos. Que el Altísimo os guarde. Y yo os he traicionado...
—Me has dicho que no sabías lo que decías.
—No sé... No recuerdo... Pero ellos repetían continuamente que los soldados os buscan y que ofrecen una recompensa. Si os ven en la calle...
—Por eso he escogido el momento en que el sol está muy alto.
—Que el Altísimo os guíe. Que os ayude por vuestra caridad.
Llegó la hora, cuando cayó sobre la ciudad un calor tan fuerte que aplacó incluso la brisa procedente del mar. A esta hora, cada hombre y cada animal buscaba refugio en la sombra. José sacó el asno fuera, ayudó a Miriam a montar en la grupa. Le entregó a Jesús. Todos se cubrieron la cabeza con unos pañuelos. Attay entreabrió el portillo y miró a ambos lados. La calle estaba desierta. José salió llevando el asno por la muserola. El perro seguía detrás con el rabo entre las patas.
Por todas partes las callejuelas por las que pasaban aparecían vacías. Eran tan estrechas, para impedir que los rayos del sol llegasen hasta el fondo. Pero pese a la sombra, el aire canicular era asfixiante. A lo largo de las paredes, algunas personas echadas estaban durmiendo.
Cuando se acercaba a una esquina, José se paraba y con precaución asomaba primero la cabeza. Proseguía el camino cuando no se veía ningún movimiento en la calle.
Consiguieron cruzar así todo el barrio judío. Ahora se acercaban a la puerta de la ciudad. Delante había una plazoleta, pero no divisó a nadie en ella. En la puerta misma no vio a nadie tampoco. Miró a Miriam, miró al Niño que no dormía y le seguía con sus grandes ojos negros. Suspiró para sus adentros y echó adelante. Cruzaron por medio de la plazoleta con la sensación de cruzar una hoguera. Ya estaban en la sombra de la puerta. José se estremeció al advertir inesperadamente a un centinela sentado en el suelo. Pero dormía con la cabeza apoyada en la lanza. Cruzaron la puerta sin ruido y se encontraron otra vez al sol, ya fuera de la puerta. José volvió la cabeza atrás una vez más. Nadie les observaba, nadie les seguía, nadie les llamaba.
A pesar del calor, anduvieron varios estadios por la carretera totalmente desierta. No se dirigieron ni una sola palabra. Luego José divisó en un lado un bosquecillo de palmeras. Se desvió de la carretera a la sombra de los árboles. Había allí incluso un pequeño manantial.
Ahora pudo respirar aliviado. Hasta entonces había caminado maquinalmente sin casi atreverse a respirar. Se sentía feliz y orgulloso. El plan dio resultado, habían salido de la ciudad sin ser vistos. Lo que parecía tan difícil y peligroso resultó ser fácil y sencillo. Pero refrenó de inmediato los sentimientos que le ensanchaban el pecho. No he sido yo, pensó, ha sido El... Yo soy la sombra que ha de ocultar Su omnipotencia. No me puedo apropiar lo que no me pertenece...
Ayudó a Miriam a apearse. Dijo:
—Creo que debemos quedarnos aquí hasta el atardecer. Descansarás, dormirás. Por la noche seguiremos adelante. No por la carretera, sino por allí —señaló la dirección con la mano—, bordeando las colinas. El viaje puede ser duro, pero al clarear el día llegaremos al río fronterizo.
—Estará bien lo que decidas —dijo ella.
—Yo decido, pero Él nos guía. Por eso hemos escapado del peligro.
—Así es como dices —le sonrió un poco Miriam—. Y siempre ocurre así. ¿Te duele ser sólo una sombra? —le preguntó como adivinando sus pensamientos—. Oh José, cada una de tus fatigas y preocupaciones son fatigas y preocupaciones de un padre verdadero. El te necesita de verdad. Él es así. Todo lo puede hacer solo, y sin embargo quiere nuestra participación...
JAN DOBRACZYNSKI