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Descansar con Dios: entrar en su lógica de amor y comprensión
En la dificultad para la comprensión y la compasión, influye también la ignorancia de las propias culpas: cuando no se reconocen los pecados personales, se descubren sólo las faltas de los demás y se les acusa sin piedad, como quedó patente en el episodio de la mujer adúltera (cfr. Jn 8, 1-11). Únicamente el Hijo de Dios, inocente, se compadeció de aquella desgraciada y la perdonó, diciéndole que no pecara más. Explicaba un Padre de la Iglesia: «Si tú, hombre, no puedes vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona siempre; perdona en la medida y cuantas veces quieras ser perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas» (San Pedro Crisólogo, Sermón 67).
En cambio, en la facilidad para perdonar, para comprender, influye el amor. Quien sabe querer de verdad está inclinado a perdonar a quienes ama. La ciencia de la caridad es ciencia de perdón; y viceversa. San Josemaría lo explicó muy frecuentemente con frase lapidaria, que impresiona por su sencillez y transparencia, vibrante de sinceridad: «Yo no he necesitado aprender a perdonar, porque Dios me ha enseñado a querer» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados de la predicación (AGP, PO1, 1976, p. 34). Lo conocen bien y lo han experimentado los padres que quieren muy a fondo a sus hijos: no necesitan esforzarse por perdonar, después de alguna fechoría, o cuando regresan a casa tras haberse alejado. Como el padre de la parábola narrada por Jesús, se adelantan a abrazarlos, a hablar con ellos, a hacer fiesta por el retorno del hijo que se había perdido (cfr. Lc 15, 21-24).
Muy expresiva al respecto es también la segunda parte de la parábola. El hijo mayor no entiende el gozo de su padre y no quiere participar en la fiesta, porque no sabe perdonar. Su corazón guarda rencor y desprecio al hermano que se había marchado, y además manifiesta cierto resentimiento hacia su padre; lo considera reo de no haberle regalado un cabrito para organizar fiestas con sus amigos. Cabe afirmar que no se siente de verdad ni hijo ni hermano, conserva en su corazón agravios -falsos agravios, en este caso- que le impiden sumarse al festejo, al descanso en la casa paterna.
Descansar en Dios significa, ni más ni menos, participar del descanso del Señor: ahí se halla el verdadero reposo de los hijos de Dios. Y entraña también descansar con Dios, reposar en la casa paterna: entrar en su gozo, llenarse de su alegría. El discípulo llegará a esa plenitud al final de su paso fiel por esta tierra, después de gastar sus días con un trabajo realizado por amor, poniendo todo su ingenio y todo su esfuerzo en el servicio de los intereses de su Señor, que es al mismo tiempo su Padre y le espera (cfr. Mt 25, 21 y 23); pero esto no supone que aquí abajo no se presente ya ese don, pues la misma historia humana demuestra que los hombres y mujeres que caminan en paz con su Señor, gustan ya del gozo y la paz que el mundo no puede ofrecer.
Descansar con Dios es un regalo inmerecido; por eso, hay que pedirlo. Jesús nos ha enseñado a solicitarlo en la quinta petición del Padrenuestro, cuando decimos a Dios que nos perdone y nos ayude a perdonar. Pero también cabe suplicarlo de otro modo; por ejemplo, relacionando este descanso con la paz que nos prepara el Señor, como rezaba san Agustín. «Señor Dios, danos la paz, puesto que nos has dado todas las cosas; la paz del descanso, la paz del sábado, la paz sin tarde. Porque todo este orden hermosísimo de "cosas muy buenas", concluidos sus modos, ha de pasar: por eso se hizo en ellas "mañana y tarde". Mas el día séptimo no tiene " tarde", ni ocaso, porque lo santificaste para que durase eternamente, a fin de que así como tú descansaste el día séptimo después de tantas obras "sumamente buenas" como hiciste (...), también nosotros, después de nuestras obras "muy buenas", porque Tú nos las has donado, descansaremos en ti el sábado de la vida eterna» (Conf esiones, X III, 35-36).
La paz, perfección del descanso, fruto del trabajo
La verdadera paz define la perfección del descanso: con la superación de la lucha entre el hombre viejo y el hombre nuevo; con el orden en la tensión entre lo interior y lo exterior de la persona; con la falta de tristeza al comprobar nuestras limitaciones; con no abatirse por la fatiga en la actividad y en la prosecución del bien. San Agustín la presenta como «serenidad de mente, tranquilidad de ánimo, sencillez de corazón, vínculo de amor, consorcio de caridad» (Sermón 59). Efectiva mente todos ansiamos, y es lógico, no tener que guerrear ni librar más batallas contra nada ni contra nadie; llegar a una paz completa, estable, eterna; una paz a la que no escape la consecución de las rectas exigencias, y en la que ningún temor inquiete y ningún enemigo amenace.
Pero un descanso así no se alcanza en este mundo, como bien explica santo Tomás: «La verdadera paz es doble. Una es la paz perfecta, que consiste en el gozo del Sumo Bien, cuando todas las inclinaciones se funden aquietándose en un único objeto; y éste es el fin último del hombre. Y hay una paz imperfecta, que es la única posible en este mundo, pues incluso cuando todos los movimientos del alma se dirigen a Dios, se dan siempre otros elementos que turban esa paz dentro y fuera» (Suma teológica, II-II, q. 29, a. 2 ad 4); también para que anhelemos más, siempre y en todo, la posesión definitiva del Señor.
Mientras la historia siga su curso, habrá que pelear siempre: ninguna virtud se puede dar por definitivamente con quistada, siempre habrá que velar por la concordia adquirida. La vida del hombre en la tierra, como advirtió Job, es milicia, nuestros días evolucionan como los del jornalero (cfr. Job 7, l); la paz interior y la exterior requieren siempre cuidado y esfuerzo.
Muchos autores espirituales han comentado la parábola evangélica del hombre cuyos negocios iban muy bien. Imaginó que había alcanzado gran bienestar, que podía prescindir completamente del trabajo y abandonarse al ocio, y se preguntaba: «¿Qué haré, pues no tengo donde guardar mi cosecha? Y dijo: esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. Entonces diré a mi alma: alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te reclaman el alma; lo que has preparado, ¿para quién será? Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12, 17-21).
El pecado de este hombre no es sólo de poltronería: proyecta, hace cálculos, piensa en construir nuevos graneros para almacenar la abundante cosecha. Pero no para los demás, sólo para sí; desconoce el agradecimiento al Cielo y la necesidad fraterna de socorrer a los indigentes, atento exclusivamente a satisfacer su pereza y su afán de goces. San Ambrosio comenta el pasaje con estas palabras: «En vano congrega medios que no sabe si usará; no son nuestras las cosas que no podemos llevar con nosotros: sólo la virtud es compañera de los difuntos; sólo la misericordia viene con nosotros, ella es la que compra para los difuntos las estancias eternas» (Comentario al Evangelio de San Lucas, 7).
La paz de aquí abajo se construye mediante el trabajo rectamente ordenado. A propósito de la séptima bienaventuranza, san Jerónimo observa que la paz se alcanza si se trabaja por conseguirla: el hombre recibe este don de Dios cuando lo busca, no sólo con palabras, sino con obras; cuando lo persigue primero en sí mismo, luego con los demás (Homilías sobre el Evangelio de San Mateo). Dios bendice con su gracia el esfuerzo para mantener la concordia y la paz entre todos, o para recomponerla; y también bendice el trabajo en toda su amplitud, cuando está ordenado a su gloria y al bienestar del prójimo, cuando se realiza por amor y con amor. Una tarea así es camino eficaz para dar paz a cada persona y a la comunidad humana; en realidad, podríamos decir que abre el único camino, la vía necesaria para vivificar la existencia personal y los ambientes. En este sentido dice el profeta que «la paz es fruto de la justicia» (Is 32, 17), del trabajo realizado con perfección humana y sobrenatural.
JAVIER ECHEVARRÍA