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29 agosto 2026

MARIA. VIRGINIDAD Y PUREZA

VIRGINIDAD Y PUREZA
Al contemplar a la Inmaculada, Madre de Dios y Madre nuestra, llena de Gracia, se nos ha robustecido la esperanza. A su luz, las metas del vivir cristiano se hacen más cercanas y más llano el camino que conduce a la santidad; cambia el paisaje interior: con ella la monotonía es imposible, aunque la vida discurra por cauces muy ordinarios.
Consideremos que es voluntad de Dios que su Madre sea Virgen. La virginidad ha de ser, pues, un valor altísimo a los ojos de Dios. La virginidad de la más perfecta de las criaturas encierra un mensaje importante para los hombres de todos ios tiempos: la satisfacción del sexo no pertenece a la perfección de la persona, ni fuera ni dentro del matrimonio. Se abstuvieron de tal cosa la Humanidad santísima de Jesucristo, la Virgen María y su esposo San José. Ninguna pareja humana puede igualar la calidad, la intensidad, la hondura del amor de María y José; nadie les iguala en perfección. Ambos son vírgenes. Es claro que las doctrinas que hacen del sexo el primer y último motor de la vida humana; o que entienden su ejercicio como exigencia irrenunciable dentro o fuera del matrimonio, son opuestas a la verdad y ofenden gravemente a la Humanidad santísima de Jesucristo y a la virginidad de María y de José. Lo cual no obsta para afirmar rotundamente que «el sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad. Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo». Pero aun dentro del matrimonio, cuando en casos, aislados, circunstancias —siempre providenciales— impiden el ejercicio de la sexualidad (nunca están justificados los mecanismos contraceptivos), entonces la continencia es posible, sin menoscabo del amor entre los esposos. Es el momento, entonces de decir que no a los medios que ofenden a Dios y mirar a María y a José, acudir a ellos, para que nos muestren el amor más pleno profundamente humano y sobrenatural a un tiempo. Es un gran momento para demostrar con obras la superioridad del espíritu sobre la materia, la superioridad de la gracia de Dios sobre los impulsos desordenados de la naturaleza.
En cualquier caso, la santa pureza es siempre una afirmación gozosa. No es negación, es afir¬mación de fe, de esperanza y de amor a Dios, a nuestra Madre y a las cosas nobles que debemos amar.
Por lo demás, cuando se asume la virginidad o el celibato, por amor a Dios y a las almas todas, «lejos de perder la prerrogativa de la paternidad, la aumenta inmensamente, como quiera que no engendra hijos para esta vida perecedera, sino para la que ha de durar eternamente». Se trata de una paternidad auténtica, análoga a la de San José, «tanto más profundamente padre, cuanto más casta fue su paternidad».
Pero ante todo, esa paternidad sobrenatural, se refiere —por sorprendente que pueda parecer— al mismo Dios. Hay que hacerse a la idea de que Dios es sorprendente, es grande, es magnífico. Y así como no le importó nacer en la gruta —húmeda y fría— de Belén, viene a nacer, de otro modo, misterioso pero muy real, en el alma del cristiano. Misteriosas, pero con mucho sentido, suenan las palabras de Orígenes: «El Señor abre el seno maternal del alma para que sea engendrado el Logos de Dios, y así el alma se haga Madre de Cristo». Expresión audaz, desconcertante, que puede entenderse como una exageración. Sin embargo, es una doctrina común a muchos de los grandes Padres de la Iglesia: «Cada alma lleva en sí como en un seno materno a Cristo. Si ella no se transforma por una santa vida, no puede llamarse Madre de Cristo. Pero cada vez que tú recibes en ti la palabra de Cristo y le das forma en tu interior, modelándola en ti, como en su seno materno, por la meditación, tú puedes llamarte Madre de Cristo». Y el resumen de la doctrina de San Gregorio de Niza, por cuanto se refiere a nuestro tema, puede muy bien ser éste: «el alma virgen concibe al Verbo y lo entrega al mundo». Tiene miga —más de lo que a primera vista parece— lo que dijo Jesús a una muchedumbre, en presencia de su Madre: «Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los Cielos, es mi her¬mano, mi hermana y mi madre».
Estos apuntes permiten atisbar, aunque de lejos, la plenitud humana y sobrenatural que goza aquel que responde con fidelidad a la llamada —si es el caso— al celibato o a la virginidad. De algún modo es generador y dador de vida divina. Sólo en la Gloria se descubrirá a todos, con claridad, su tesoro. Vale la pena que quienes hemos sido llamados en este camino seamos muy fieles, y que los demás recen incesantemente para que así sea.
La familia espiritual del que es fiel a ese camino divino en la tierra se multiplica incesantemente. La eficacia —siempre proporcional a la medida y calidad de la entrega— es inconmensurable, incontable como las estrellas del cielo y las arenas de las playas.
Es claro que la virginidad y celibato apostólicos no son, en el sentido estricto de la palabra, una renuncia : es el seguimiento de un camino —el de Cristo— en el que se encuentra, riqueza incomparable, todo el bien humano y todo el bien sobrenatural. Es una vida plena y fecunda; amar más y recibir más amor.
Algo más hemos de añadir todavía a las excelencias de ese camino. Quien lo sigue a instancias de una llamada divina, se hace más capaz de verdad; es más apto para entender cosas que otros no pueden ver. El señorío sobre la carne otorga agilidad al espíritu, penetración, agudeza. Santo Tomás de Aquino razona que «la continencia y la castidad disponen óptimamente para la perfección de la operación intelectual. Y por ello dice el libro de Daniel I, 17, que a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para com¬prender todo libro y sabiduría»
Juan, el apóstol que desde su juventud dedicó alma y cuerpo a Jesucristo, muestra una especial sensibilidad para descubir prontamente al Señor". A Juan le fue dado tener una visión apocalíptica en la isla de Patmos. Vio al «Cordero que estaba sobre el monte Sión, y con El, ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban su nombre y el nombre de su Padre escrito en sus frentes, y —sigue contando— oí una voz del cielo, como voz de grandes aguas, como voz de gran trueno; y la voz que oí era de cita-ristas que tocaban sus cítaras y cantaban un cántico nuevo delante del trono y de los cuatro vivientes y de los ancianos; y nadie podía aprender el cántico sino los ciento cuarenta y cuatro mil, los que fueron rescatados de la tierra. Estos son los que no fueron manchados con mujeres y son vírgenes. Estos son los que siguen al Cor¬dero adondequiera que va. Estos fueron rescatados de entre los hombres, como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se halló mentira, son inmaculados». Ahí tenemos a un gran puñado de hombres que en los nuevos cielos y la nueva tierra no pueden contener su alegría y rompen a cantar, de un modo que sólo ellos pueden y saben hacerlo, y nadie más. ¿Qué melodía, qué tono y qué ritmo son esos tan misteriosos que sólo los vírgenes alcanzan? Sólo ellos son capaces de sintonizar con determinadas realidades y misterios divinos. Ellos gozan de gloria singular y de una admiración grande en los cielos.
Juan, el apóstol, es también el hombre que tiene más amor y recibe más amor. Se le reconoce en el Evangelio por el título de «el discípulo amado»: es predilecto de Cristo. Será el maestro del amor. Basta leer sus escritos.
Encontrarse con la mirada de la Virgen es siempre un acontecimiento de por sí purificador. Por eso conviene mirarla mucho: mirarla, remiradla y escuchar al Amor que por Ella, por sus ojos, por su sola existencia, habla, y nos dice: Haced lo que El os diga. Y a lo que el Amor nos diga, responderemos siempre: Sí.
ANTONIO OROZCO