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26 agosto 2026

JOSE. Otra vez de viaje

Otra vez de viaje

Los objetos más necesarios pronto estuvieron empaquetados: un poco de ropa, algo de comida, unas pocas herramientas de carpintero. José sacó el asno, le cargó las alforjas. Mientras tanto Miriam vestía a Jesús. El Niño, despertado de pronto en medio de la noche, lloraba y rezongaba. El Pequeño solía llorar poco, se parecía a su madre, alegre y sosegado. Miriam le hablaba mientras le envolvía en unos paños. Quería darle de comer antes de salir, pero el Niño rehusaba comer.
La noche era fría. Solo un trozo de luna vagaba en el cielo por entre una franja de nubes dispersadas por el viento. Aquí y allá brillaban débilmente unas estrellas.
Antes de ponerse en camino, José se paró un momento para reflexionar sobre la dirección que debían tomar. La carretera para Egipto seguía el borde del mar. Para llegar a esta ruta había que bajar del altiplano de Judea a la llanura de la costa. El paso más cercano por los desfiladeros rocosos era extremadamente difícil. Nadie seguía este camino. Los viajeros preferían alargar el viaje y seguir la pista que iba de Jerusalén a Gaza pasando por Emaús. Ellos sin embargo no lo podían hacer, pues si salían en su persecución los encontrarían inmediatamente en la pista. Tenían que evitar los caminos transitados y seguir por senderos utilizados normalmente por los esclavos fugitivos y los ladrones.
A la salida misma de Belén, se abría en la roca una gran grieta, por cuyo centro bajaba el agua de los montes en tiempo de lluvia. Bajando por el barranco excavado por las aguas se llegaba directamente a Azoto. No podían aparecer por Azoto, porque les descubrirían muy pronto. Había que evitar Azoto y llegar a Ascalón. En Ascalón José conocía a un hombre al cual había ayudado en otro tiempo, y estaba convencido de que, por devolverle el favor, les daría cobijo para que pudieran descansar antes de proseguir el viaje. Desde Ascalón el río fronterizo no estaba muy lejos. Después del río empezaba el reino Naboteo, cuyo soberano era aliado de Herodes. Solo después de cruzar aquel reino podrían sentirse seguros. Pero allí precisamente empezaba el peligroso desierto que llegaba hasta las mismas puertas de Egipto. Tenían por delante un viaje largo y peligroso.
—Tenemos que ir por allí —indicó la dirección con la mano. Miriam aceptó su indicación sin una palabra. No preguntaba, no discutía. Iba montada en el asno sosteniendo en sus brazos a Jesús que había vuelto a dormirse. Al comienzo el camino era llano; por allí pasaba la ruta de Hebrón. Pero en el primer recodo lo abandonaron. Pese a la oscuridad, encontraron un sendero poco transitado que llevaba hasta las rocas. Al llegar a ellas vieron un brecha parecida a la salida de un canalón grande. Encima de la brecha se abría el cielo, tenían las estrellas a sus pies. El espacio parecía infinito. Se detuvieron, incluso el asno hincó las cuatro patas y se negaba a dar un solo paso. Daba la impresión de que inevitablemente iban a caer al abismo.
Pero el sendero llevaba hacia el valle precisamente por esta quebrada. Había que pasar primero por una estrecha plataforma; luego se salía en medio de un gran corrimiento, como en un río. El sendero zigzagueaba entre pedruscos y arroyos de cascajos. Se borraba por momentos y entonces era fácil extraviarse.
José caminaba por delante llevando al asno, que daba bufidos de temor, tropezaba y a cada momento se sentaba temeroso sobre las patas traseras. Miriam le seguía llevando a Jesús en brazos. El Niño iba apretado contra su madre y dormía. Tenían que andar con muchísimo cuidado y muy despacio.
Del fondo de la grieta soplaba un fuerte viento marítimo. Arriba se recibía con alborozo —sobre todo tras un día tórrido—, como un agradable refresco. Pero en el fondo del barranco producía escalofríos con su frío húmedo. No sabían si los misteriosos susurros que se oían a su alrededor eran producidos por el viento. Tenían la impresión que alguien se les iba acercando lentamente, que entre las rocas desmenuzadas oían unos pasos rápidos e intranquilos.
A medida que bajaban, la falla se hacía más profunda. Por ambos lados las paredes rocosas aparecían más abruptas.
—Por favor... Descansemos un poco... —oyó José a sus espaldas.
Se detuvo de inmediato. Ocupado en buscar el camino, se olvidó por completo de que Miriam llevaba al Niño en brazos. Volvió hasta ella. Apoyada contra una gran roca respiraba con dificultad.
— ¡Qué tonto soy! —le dijo—. Me olvidé por completo de que llevabas al Niño.
—Pero tú estás buscando el camino. Y llevas el asno. Recupero el aliento y sigo enseguida.
—Yo cogeré a Jesús ahora.
—No, no...
—Pues claro. Yo lo llevaré. Tiene que ser así. Estáis bajo mi protección, lo dijiste tú misma.
Sin más oposición, entregó el Niño. Al rato siguieron. José iba por delante con el Niño en brazos. El asno seguía detrás animado por Miriam. El barranco era muy estrecho ahora. Parecía un túnel por el que corría un río de piedras. No había sendero. José bajaba por él seguro, convencido de que volvería a encontrarlo más abajo. Los pies se hundían en la gravilla. El asno se hundía mucho más. Al tratar de sacar la pata cogida entre las piedras, se cayó. Una masa de cascajos, desequilibrada por esta caída, se deslizó hacia abajo con gran estruendo.
—¡Qué terrible si se ha roto la pata! —le pasó a José por la cabeza. Se detuvo a tiempo para no expresar su pensamiento en voz alta. Quiso retroceder para ayudar al animal a liberarse del amasijo de piedras. Se le adelantó Miriam. Con su ayuda, el asno volvió a ponerse de pie.
—No le ha pasado nada —dijo ella, como si presintiera la preocupación de José—. Ya vuelve a andar. Está magullado solamente, el pobre.
El barranco se ensanchó de nuevo y ya no caía tan abrupto. La senda volvió a aparecer. A José le pareció que la respiración de Miriam se hacía jadeante y penosa.
—¿Te has cansado? —le preguntó.
No contestó nada de momento, luego le dijo:
—No te preocupes por mí. Aunque yo me canse, tú eres más fuerte... Jesús tiene que...
Él le puso la mano sobre el hombro.
—No puedo soportar la idea de que esto recaiga sobre ti ahora... No lo entiendo...
Ella le interrumpió.
—A cada hombre le ha sido dada su propia medida. Piensa cuántas mujeres han de levantarse por la noche y huir para salvar a su hijo...
—Pero tú...
—¿Por qué habría de ser yo más protegida que las otras? No me gustaría. Anda, vamos.
De nuevo se pusieron en camino. Iban despacio, pero sin parar. Jesús seguía durmiendo. José sentía su carita caliente contra su mejilla y las manitas enlazadas a su cuello. La noche llegaba a su fin. Las estrellas se apagaban, el espacio se llenaba de una bruma grisácea y húmeda. Allá, detrás de ellos, detrás de la loma, despuntaba el día. Pero su claridad tardaría mucho todavía en asomar por el barranco que descendían.
—No iremos mucho más lejos —dijo él—. En cuanto haya más luz, buscaré algún sitio entre las rocas para resguardarnos. Nos esconderemos durante el día...
—Creo que tienes razón.
La claridad aumentaba paulatinamente. El viento dejó de soplar. Las rocas se dibujaban por encima de ellos con una línea nítida sobre el fondo del cielo.
De repente, las piedras resonaron más fuerte a su espalda. Oyó un grito apagado. José se volvió bruscamente.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. He puesto mal el pie.
Vio a Miriam con el pie levantado.
—¿No puedes ponerlo en el suelo? —preguntó con voz preocupada.
—Sí lo pondré, lo pondré enseguida. No temas nada. Ya no me duele. La mujer —dijo— enviada por su marido por la noche en busca de una oveja perdida tiene que ir, aunque sienta el cansancio...
—¡Yo no te mandaría a ninguna parte!
—Lo sé. Pero quiero ser como las demás.
Bajó el pie y se puso a andar. Pero iba despacio, cojeando, apoyándose en las rocas. La luz se vertía más y más en el barranco. José se sintió invadido por la ansiedad. Casi se olvidaba de que Miriam apenas podía andar. Dijo sin volverse:
— ¡Tenemos que apresurar el paso!
Oyó los pasos de Miriam, pero pararon enseguida.
—¡Oh José! No puedo...
Volvió a su lado. Estaba otra vez con el pie en alto. El dolor se reflejaba en su cara.
—¿Te duele?
—Duele... Pero me sobrepondré... ¡Resistiré!
—Pérdóname... Si pudiera, te llevaría en brazos. Pero esta claridad me preocupa.
—Andaré... Ya voy...
Cojeaba, pero seguía. José no podía mirar la expresión de dolor que se reflejaba a cada paso en su cara.
—Oh, Miriam —gimió él—. ¿Por qué el Altísimo...?
Tampoco le dejó terminar esta vez.
—Él quiere que sigamos siendo personas.
Caminaron un trecho en silencio. Sólo por su respiración jadeante podía imaginar cuánto dolor le ocasionaba el esguince de tobillo. El asno se arrastraba también magullado. Súbitamente, José levantó la cabeza. Una de las crestas se iluminó sobre sus cabezas como sí se hubiese aplicado una tea a la roca. Una luz roja, dorada, se deslizaba rápidamente por la roca negra. Miriam levantó también la cabeza. Dijo:
—El sol.
—Sí, el sol. Ya es de día. Un esfuerzo más. Tenemos que ocultarnos.
En este mismo instante chocaron unas piedras en lo alto sobre su cabeza. José se volvió horrorizado.
—¡Alguien viene detrás de nosotros! —dijo con voz trémula—. Parece que viene corriendo. ¡Oh, Adonai!
En la penumbra que envolvía todavía el fondo del barranco, no distinguía a nadie. Pero alguien tenía que venir corriendo detrás de ellos, porque se oía el ruido de los cascajos desplazados por unos pasos rápidos.
—Sólo viene uno... Las pisadas son muy ligeras... observó ella.
—Así parece. Pero acerquémonos a las rocas. —Quizás encontremos algún saliente, algún barranco lateral, donde escondernos.
Se acercaron a la pared. Pero aún no habían llegado cuando oyeron justo a su lado un ruido de piedras desplazadas por unos pasos rápidos. De pronto se oyó la risa de Miriam.
—Oh José, mira quién venía corriendo detrás de nosotros.
Dando unos grandes saltos, con toda la lengua fuera, apareció un perro, su perro. Cayó a los pies de Miriam y lloriqueando se frotaba contra ella con todo el cuerpo. Le mordisqueaba la ropa de alegría. Estaban tan feliz por haberlos encontrado. Miriam le acariciaba el lomo.
—¡Qué valiente! Nos ha encontrado —decía.
Cuando llegaron los magos, José le pidió a Ata que se llevara el perro a su casa. Se quedó allí por la noche, por eso no se fue con ellos cuando se marcharon.
José, preocupado, movía la cabeza.
—¿No les habrá mostrado el camino de nuestra huida a los que vinieron a buscarnos? De todos modos no podemos ir más lejos. Tenemos que parar y ocultarnos.
En la pared lateral, José divisó una grieta que formaba una especie de estrecho pasadizo. Apenas podía uno pasar por allí. Dejando a Miriam con Jesús en brazos, se adentró. Siguiendo el pasadizo estrecho y tortuoso llegó al cauce seco y rocoso de un torrente. Más lejos había un cascajal, luego un prado pequeño y la boca oscura de una pequeña caverna. Volvió rápidamente sobre sus pasos recitando una beraká de acción de gracias. Era un sitio excelente para ocultarse.
Miriam, en espera de su regreso, se sentó en el suelo. Apoyó la cabeza contra una roca, cerró los ojos. Jesús dormía en su regazo. Ella se adormeció también.
Así la encontró al volver. La despertó suavemente con la mano. Ella abrió lentamente los ojos.
—Un esfuerzo más, Miriam —le dijo—. He encontrado un sitio seguro y cómodo.
—¿Ves qué bueno es El? —le dijo ella.
—Sí, es muy bueno —asintió José—, siempre ayuda... ¿Jesús sigue durmiendo? —preguntó.
—Nos ha sido entregado para que pueda dormir —le dijo ella sonriendo sobre la cabecita del Niño apoyada contra su pecho.
JAN DOBRACZYNSKI