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ALEGRÍA Y ESPERANZA NUESTRA (2 de 2)
Nuestro Dios comprende que, en ocasiones, nosotros podemos sentir un temor equivocado, un temor paralizante. A veces son hondas nues¬tras caídas; a veces son enormes nuestras ingratitudes; a veces nuestra indignidad cobra todo su relieve y entonces nos puede parecer absurdo que Dios quiera acogernos de nuevo: sentimos una lejanía infinita, insalvable; y nos cuesta volver a Dios Padre, o acudir a El; nos faltan títulos o excusas, porque la ofensa se nos antoja irreparable, o porque la lejanía ha durado mucho tiempo —pensamos quizá que demasiado— para que Dios confíe en la firmeza de nuestros propósitos. Por eso Dios —que es la Sabiduría infinita— ha puesto en el camino que a El conduce, a María, Madre nuestra. Para Dios no era necesario, para nosotros sí.
Hay un libro delicioso escrito en el siglo XIII por Gonzalo de Berceo, en el que se narran historias del poder salvador de María Se llega a decir incluso que a los muertos en pecado mortal, si tuvieron alguna devoción mariana, Dios les tornaba a la vida, para que tuvieran la oportunidad de reparar y salvarse, y todo por intercesión del poder suplicante de la Virgen. Son historias que encierran por lo menos una verdad: María es camino de salvación eterna. ¡Vale la pena quererla con toda el alma! Vale la pena fijar para cada día alguna norma de piedad que nos vincule más intensamente a nuestra Madre. «Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a su protección (...) haya sido abandonado (...)», reza la antigua oración. Jamás se ha oído, y jamás se oirá.
Todos necesitamos del auxilio de Nuestra Señora. Todos, porque el santo cae siete veces, al menos. Somos como niños que aprenden a andar sus primeros pasos. Cuántas veces hacemos propósitos de ser mejores y los dejamos incumplidos. ¿Cómo hacerlos de nuevo?, ¿con qué rostro vamos a pedir ayuda para cumplir unos propósitos tan asequibles y, a la vez, en tantas ocasiones frustrados? Nosotros mismos desconfiamos de esos propósitos nuestros. Y, sin embargo, la Virgen confía. La Virgen es una Madre perfecta. Y entre las virtudes de una madre, se cuenta la ingenuidad, es decir, la sencillez sin repliegues, la resistencia a imaginar «segundas intenciones», sobre todo en los hijos; la confianza, en una palabra.
La Virgen es maravillosamente ingenua; es una madre que confía, ¡en mí también! ¡Qué gran ingenuidad!, ¿no es cierto? Aunque le ha¬yamos fallado mil veces, le decimos que ya no lo haremos más y Ella nos cree. Y entonces va corriendo a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo, y les dice que no lo haremos más, que sólo necesitamos una nueva oportunidad. Ella confía, incansablemente. No importa que un hijo suyo esté de barro hasta las cejas; o que su soberbia sea como una montaña enorme; o que su sensualidad le tenga aferrado con garra de fiera; aunque parezca que ya no tiene salvación. Ella sabe que sí la tiene. Ella confía en ti, quienquiera que seas. Y espera: espera que tú esperes; confía en que tú confíes, ¿no es una ingenuidad maravillosa?
Nunca se ha visto a un hijo tan sucio que no pueda ser limpiado por su madre. Es cierto que somos muy poca, cosa, que estamos sucios del polvo del camino... Pero ¿no constituye todo eso un título ventajoso para acudir a una madre? Lo malo sería que nos juzgáramos grandes, mayores, limpios, autosuficientes: nos cerraríamos el acceso a esta arca de salvación que es la Inmaculada: arca viva y animada, dice en el siglo ni un obispo mártir (San Metodio de Olimpo), y añade:
«El pecador que toca este Arca se hace justo; la meretriz que se acerca a Ella recobra la virginidad; el leproso que la toca, sana. A nadie rechaza, a ninguno abomina. Ella reparte la salud... Salve para siempre, ¡Oh interminable ale¬gría nuestra! Tú eres para nosotros el inicio, Tú el medio, Tú el fin de la fiesta de la luz.»
«Principio», comenta San Alfonso María de Ligorio, porque María nos obtiene el perdón de los pecados; «medio», porque nos obtiene la perseverancia en la divina gracia; «fin», porque Ella, finalmente, nos obtiene el paraíso.
De acuerdo con toda la tradición católica —y muy suyamente— decía el Fundador del Opus Dei que el desamor a la Virgen es la locura de un mal hijo. Buscar la salación, buscar la santidad sin querer a la Virgen, sería una presunción grave de autosuficiencia, de consecuencias lamentables.
Acudir al poder suplicante de María es, en cambio, asegurarse la salvación. San Germán de Constantinopla, en el siglo vin, rezaba de esta manera: «Tú, con sólo la invocación de tu nombre rechazas y pones en fuga el malvado enemigo de tus siervos, y los guardas seguros e incólumes.»
Todos tenemos experiencia abundante de esta realidad. Ella, más que milagros en los cuerpos, consigue milagros en las almas. Reconozcamos que somos como niños que intentan dar sus primeros pasos; que no consiguen muchas veces ponerse en pie. Caemos una y otra vez en tantas cosas. La Virgen está cerca, nos mira, nos sonríe. Espera que nos decidamos a cogerla de la mano, con la humildad de un niño que no sabe, que no puede. Y veremos cómo resulta más fácil de lo que parecía: «Antes, solo, no podías... —Ahora has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!». Cualquiera que sea el estado en que nos encontremos, Ella siempre puede purificarnos, limpiarnos, hacer de nosotros gente santa... Por todas estas razones y muchas más, Nuestra Señora es Spes nostra, nuestra esperanza. Si aprendemos a acudir a la Virgen, estamos salvados: la incertidumbre sobre el futuro eterno se convierte en gozosa certeza.
La Virgen nos mira como la mejor de las madres, con un cariño incomparable, inmenso, porque, después del Corazón de Cristo, viene el Dulcísimo Corazón de María. Atiende a cada uno de nuestros movimientos, hasta los más íntimos de la mente y del corazón. Sabe de todas nuestras flaquezas, y también de los afanes nobles que abrigamos. Llora con nosotros cuando estamos tristes; se alegra cuando nos ve contentos. Presenta incesantemente ante la Trinidad Beatísima todo lo aprovechable de nuestras obras; le habla a Dios de ellas y nos consigue gracias abundantísimas.
Da pena que, a veces, no seamos conscientes de tanta ternura. Somos como niños recién nacidos que no se dan cuenta del derroche de amor —la entrega— de su madre junto a la cuna, y sus noches en vela. En el orden sobre¬natural que es en el que —de ordinario— opera la Virgen, somos como niños recién nacidos. Pero como hombres que somos, de otra parte, hemos de advertir la magnitud del agradecimiento que debemos a nuestra Madre; y saber que nunca podremos pagar cuanto Ella ha hecho y hace por nosotros. Nunca la amaremos bastante. Por eso, vamos a esforzarnos por quererla cada día más. ¿Cómo? Tratándola, como se trata a la mejor de las madres. Empezando por llamarla: ¡Madre! « ¡Madre! Llámala fuer¬te, fuerte. Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha».
Acudiremos a la Virgen en toda ocasión. Le pediremos consejo: ¿Cómo harías Tú, Madre, tal cosa si estuvieras en mi lugar? Y se hace la luz. Muchas luces recibiremos del Cielo si atendemos, si escuchamos a nuestra Madre.
«De una manera espontánea, natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo (...). La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María... Dan ganas de seguir transcribiendo los párrafos que siguen en la obra citada. Allí están. Concluyamos el nuestro con éste: «Es Dios quien nos ha dado a María, y no tenemos derecho a rechazarla, sino que hemos de acudir a Ella con amor y con alegría de hijos»
Ex hora illa, desde aquel momento en que Juan oyó «he ahí a tu Madre», accepit eam discipulus in sua, la acogió en su casa. Nosotros, como Juan, vamos también a acogerla en nuestros corazones, vamos a darle cabida y a situar¬la en el lugar que le corresponde, junto a Cristo. Y notaremos en seguida la suavidad de su presencia, su alegría contagiosa, su reciedumbre formidable. Y la llamaremos muchas veces al día —¡Madre!, ¡Madre!— ante cualquier dificultad, en cualquier tentación, en los momentos tristes y en los alegres, al recibir una noticia buena o menos buena. Siempre: ¡Madre!, ¡Madre! Y comprobaremos la verdad de aquellas palabras del Fundador del Opus Dei: «si buscáis a María, encontraréis a Jesús».
¿Verdad que ahora, al recapacitar en el poder de María, nos vamos sintiendo nosotros más poderosos, más fuertes, menos lejanos de la santidad?
ANTONIO OROZCO