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20 agosto 2026

EUCARISTÍA. Valor salvífico del trabajo realizado con sentido eucarístico

Valor salvífico del trabajo realizado con sentido eucarístico
Atravesamos unos momentos singulares en la historia de la humanidad. Esta afirmación resulta válida para todas las épocas, pero especialmente hoy, en estos años de principios del milenio, caracterizados por una situación social y económica notablemente diversa de la que existía cincuenta años atrás, con una realidad cultural y demográfica que ha presenciado grandes cambios en poquísimo tiempo. Hoy se presentan, a la Iglesia y a la sociedad, problemas particulares y nuevos, que requieren soluciones también nuevas. Signo claro de estos tiempos cambiantes es que el último Concilio ecuménico Vaticano II abordó precisamente con gran atención el progreso y las variaciones en muchos órdenes de la sociedad humana (Gaudium et spes).
Evidentemente, no existen recetas prefabricadas ni fórmulas unívocas. Hemos de pensar y actuar para encontrar esas soluciones; y no aisladamente, sino colaborando con otros muchos. Se trata de una aventura apasionante, que exige a los hombres y a las mujeres colaborar con lo mejor de sí mismos en el uso de los numerosos talentos recibidos del Creador. Si, además, queremos que resulten útiles a la persona no sólo para un momento o una situación, sino para toda su existencia, incluida la que buscamos tras esta vida terrena, deberemos trabajar juntos o individualmente con perfección humana y también sobrenatural. Aquí reside una gran responsabilidad de los cristianos, de cara a las futuras generaciones.
Me viene a la memoria la fe viva y la fuerte esperanza de san Josemaría cuando afrontaba los problemas que aquejaban entonces a la humanidad de sus tiempos. Aun doliéndose, al contemplar las situaciones de injusticia y de penuria en las que se movían tantas personas y poblaciones, no se lamentaba inactivamente, no se resignaba: actuaba e impulsaba eficazmente a trabajar para descubrir remedios, promoviendo estudios e iniciativas de diferentes tipos. En el trabajo estaba y está la solución para solventar los mil problemas planteados, de orden material y espiritual. Por eso, con el optimismo que le caracterizaba, escribió: «Esto es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32:Vg), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (Es Cristo que pasa, n. 183).
Éste es el desafío que recae hoy sobre los cristianos: saber trabajar como su Señor y así, con Él, convertir el mundo, hacerlo mejor, influir sobre la sociedad, de modo que todas las personas encuentren lo necesario para subsistir materialmente, crecer culturalmente y espiritualmente. Trabajar así, con esa eficacia, es posible porque Dios ayuda. Pero es preciso trabajar bien, cara a Dios y cara a los hombres. La unión con Jesús en la Eucaristía se demuestra un requisito determinante y decisivo, por su fuerza de transformación radical.
Siendo «alma de Eucaristía», llevando consigo a Jesús, el cristiano porta «en procesión» a Jesús por dondequiera que va, de manera semejante a como el sacerdote «lo pasea» por la ciudad una vez al año, en la solemnidad del Corpus Christi. El Papa Benedicto XVI, en su primera procesión eucarística por las calles de Roma, afirmaba: «La procesión del Corpus Christi responde de modo simbólico al mandato del Resucitado: voy delante de vosotros a Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo.
»Ciertamente, la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las palabras: Sancta sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido santificados. De este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los Corintios: "Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este cáliz" (1 Cor 11, 28). Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se aprecia en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por las calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida diaria, a su bondad.
»Que nuestras calles sean calles de Jesús. Que nuestras casas sean casas para Él y con Él. Que nuestra vida de cada día esté impregnada de su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una gran bendición pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. Que su bendición descienda sobre todos nosotros» (Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi 26-V-2005).
Con el Cuerpo y la Sangre de Cristo en nuestros cuerpos y en nuestras almas, hechos cristóforos por la unión vivificante y operativa con Él, andaremos el camino de la historia dejando huella, a pesar de nuestra personal poquedad, cambiando en mejor el mundo, la sociedad, las personas. Lo conseguiremos - conviene repetírnoslo- encumbrando a Cristo en todas las actividades humanas con nuestro trabajo: así, personas y pueblos quedarán iluminados por su luz y su gracia. Cotidianamente «debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas» (Es Cristo que pasa, n. 156).
Seguir la doctrina y el ejemplo de Jesús en la conducta personal y social no significa retraso ni oscurantismo, como algunos piensan. Los convenceremos con nuestros hechos: con nuestro ejemplo de una actuación coherente con la fe que profesamos; con nuestro trabajo técnicamente bien realizado, atractivo por su rectitud, por la justicia y el amor y espíritu de servicio que lo inspiran. Los convenceremos de su error no peleando, sino trabajando como Cristo, con amor y por amor, gracias a la Eucaristía, que preserva de corrupción las almas y los cuerpos (cfr. Jn 6, 54).
JAVIER ECHEVARRÍA