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Dar culto a Dios en todos los ambientes: Cristo en la cumbre
Identificado con Jesús por la recepción de los sacramentos y por medio del trabajo unido al sacrificio de Cristo en la Eucaristía, el discípulo del Maestro lleva la Cruz consigo por doquier y siempre: las veinticuatro horas del día. Es portador de Cristo porque también en su trabajo quiere participar - con la gracia que le viene de la Misa- de su Cruz. Se convierte en cristóforo, en portador de Cristo, porque la Eucaristía le hace «concorpóreo y consanguíneo» de Cristo, como dice san Cirilo de Jerusalén (Catequesis, 23, 1).
El hijo adoptivo de Dios camina así con el Hijo (con mayúscula) de Dios por todos los ambientes. Y procede con tanta eficacia y naturalidad que los demás palpan la cercanía del Señor sin necesidad de signos especiales: ese cristiano lo anuncia con su conducta, con su afecto sincero, con su servicio alegre. Así lo recomendaba san Josemaría: «Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama» (Es Cristo que pasa, n. 122).
La presencia del Maestro, a través de sus discípulos, en todos los lugares del trabajo humano, es un modo de exaltarlo. Jesús fue injuriado en la Cruz con humillaciones y sufrimientos de todo tipo. Pero fue exaltado por su amor, que prevaleció sobre todas las provocaciones de la envidia y del odio desencadenados contra Él, como había profetizado: «Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» Un 12, 32).
En 1963, el Fundador del Opus Dei, rememoraba este pasaje vívidamente: «Cuando un día, en la quietud de una iglesia madrileña, yo me sentía ¡nada! -no poca cosa, poca cosa hubiera sido aún algo-, pensaba: ¿tú quieres, Señor, que haga toda esta maravilla? Y alzaba la Sagrada Hostia, sin distracción, a lo divino... Y allá, en el fondo del alma, entendí con un sentido nuevo, pleno, aquellas palabras de la Escritura: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Lo entendí perfectamente. El Señor nos decía: si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados de una meditación, 27-X-1963).
La exaltación de Cristo por el trabajo profesional de sus discípulos no emprende la senda de una tarea mediocre, mal acabada, que no merezca sino vituperio, e incluso castigo por las injusticias que haya provocado al realizarlo. Ha de atenerse al ejemplo de Jesucristo mientras residía en Nazaret, cuando predicaba el reino de Dios, o cuando culminó la misión que tenía encomendada. Si la tarea profesional de un cristiano imita el quehacer de Cristo, glorificará a su Maestro, lo exaltará al colocarlo en la cumbre de su tarea, por la perfección humana y sobrenatural con que la habrá realizado. Entonces, a través del discípulo y desde esa cumbre, Cristo podrá atraer a Sí, con su ejemplo y su doctrina, a otras personas hambrientas de verdad y de justicia.
Ciertamente la exaltación de Cristo por el trabajo no debe entenderse como si, sobre esta tierra, no existiera otra cosa que la labor profesional, con una dedicación tan absorbente que no encuentre tiempo ni para Dios, ni para la propia familia, ni para los demás. Tampoco ha de entenderse como la realización genial y perfecta del trabajo, desde un punto de vista técnico-material. Si se tratara de eso, la casi totalidad de los hombres se movería en la imposibilidad de exaltar a Cristo con su profesión, porque la mayor parte de la gente, aunque realice responsablemente bien su trabajo, no alcanza una cumbre máxima desde ese punto de vista técnico y material. En cambio, todos los hombres y las mujeres normales estamos en condiciones de operar con la suficiente calidad profesional y con rectitud moral y lealtad; además, los que conocen su condición de hijo de Dios, pueden con el auxilio de la gracia imitar el trabajo de Cristo. Esa «cumbre» sí está al alcance de todos, y ahí quiere ser exaltado el Señor.
Esa cima es cristianamente asequible, pues el Padre que está en los cielos no hace acepción de personas, y a todos concede su luz y su sal para que le glorifiquen con sus obras buenas (cfr. Mt 5, 16). ¡Causa pena que muchos discípulos del Maestro no valoren esta dimensión de su vida como parte de su vocación cristiana, y no glorifiquen a Dios con su ocupación diaria como Él desea! Porque, aun realizándola con competencia y rectitud, no se preocupan de imitar al Verbo encarnado en sus años de trabajo en Nazaret, porque no dan a su tarea una proyección ascética y apostólica.
Aquí se centra uno de los puntos fundamentales del espíritu que Dios entregó a san Josemaría Escrivá de Balaguer, para que lo hiciera fructificar. Como escribió su primer sucesor al frente del Opus Dei, hace ya treinta años, gracias a ese mensaje espiritual «todas las aguas de este suelo -todas las profesiones, todos los ambientes, todas las situaciones sociales honradas- han quedado removidas por los Ángeles de Dios, como las aguas de aquella piscina Probática recordada en el Evangelio (cfr. Jn 5, 2 y ss., Vg), y han adquirido fuerza medicinal. De ahí (...) la obligación de animar a otros, que por sí mismos no se valen, y que están al alcance de nuestra mano -parientes, amigos, compañeros-, a arrojarse sin miedo a las aguas que sanan.
»Si en la tierra abundan manantiales amargos, agriados por los sembradores del odio, no olvidéis que, con el espíritu de la Obra, hasta de las piedras más áridas e insospechadas han brotado torrentes medicinales. El trabajo humano bien terminado se ha hecho colirio, para descubrir a Dios en todas las circunstancias de la vida, en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a los hombres, y les impide mirar a Dios» (Mons. Álvaro del Portillo, Carta, 30-IX-1975, n. 20).
Impregnar de espíritu cristiano la cultura y la sociedad
La eficacia humana y sobrenatural de cualquier ocupación profesional no queda nunca encerrada en el ámbito de la persona que la realiza; la historia y la razón nos convencen fácilmente de lo contrario. Y otro tanto sucede en el orden sobrenatural, como apuntaba antes hablando de esa «misa» de veinticuatro horas que cada cristiano puede vivir. Esa eficacia tiene incidencia social: tanto en la configuración del ambiente y de la cultura general de una comunidad humana, como en sus estructuras e instituciones, en su estilo de vida y en las manifestaciones del espíritu humano, en los varios campos de la ciencia y del arte.
El trabajo santificado colabora -sin ruido pero con eficacia- a inculturar la fe, precisamente porque supone un ejercicio vivo y profundo de las virtudes teologales; y porque el cristiano lo ejercita en los mil diversos ámbitos y situaciones en que se desenvuelve, codo a codo con los demás hombres y mujeres.
También a ese nivel de influjo social benéfico en lo humano, la fe y el trato con Jesucristo en la Eucaristía resultan decisivos. Me he referido ya al poder transformador del Santísimo Sacramento sobre la vida de las personas. De modo análogo a como las palabras de Cristo, que el sacerdote pronuncia en la Consagración, obran la maravillosa conversión del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre del Redentor; el efecto de este sacramento se manifiesta en la maravillosa transformación interior de quienes lo reciben asiduamente, que afecta a su comportamiento según sus disposiciones interiores, es decir, según la calidad espiritual de su participación en la Eucaristía.
Lo mismo cabría decir, refiriéndolo al nivel social. El hombre que lleva a Cristo, porque es concorpóreo y consanguíneo suyo, ejerce un influjo -que debe atribuirse al Señor y no al siervo- en el sitio donde se dedica a su actividad profesional, en el ambiente familiar en el que vive, y en general en todos los lugares que frecuenta. Esa incidencia sobre el ambiente, dando sentido cristiano a las manifestaciones culturales y sociales, ayuda a entender que las almas eucarísticas transformarán el mundo mediante un trabajo realizado con perfección humana y sobrenatural -imitando a Cristo, unidas a Él- gracias a la participación en el sacrificio de Cristo, actualizado en la Misa. «Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí (Jn 12, 32:Vg)» (Es Cristo que pasa, n. 156).
JAVIER ECHEVARRÍA