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Los Magos se van por otro camino
Era noche profunda cuando Baltasar sintió sobre sí el toque de una mano. Despertó inmediatamente. Reinaba la oscuridad y sólo del hogar salía un reflejo rojizo de los rescoldos ocultos bajo la ceniza.
—¿Quién me está despertando? —preguntó.
—Soy yo —reconoció la voz de Gaspar—. Levántate. Tenemos que marchar en seguida.
—Si es de noche...
—No podemos esperar el día. Despierta tú también, Melchor.
Los dos aludidos miraban sorprendidos al viejo mago que estaba de pie entre sus lechos. Por las rendijas de las cortinas que separaban el patio interior del sitio donde dormían, en el pórtico de la posada, lucía una noche estrellada.
—No es lo acordado —dijo Baltasar—. Hemos conocido una gran felicidad al encontrar al Recién Nacido. Íbamos a verle de nuevo y habíamos acordado marchar entonces a Jerusalén, para anunciar al rey nuestro descubrimiento. Y tú dices que nos vayamos enseguida...
—Tenemos que marchar inmediatamente.
—Jerusalén está cerca...
—No iremos a Jerusalén.
Ambos miraron a Gaspar aún más sorprendidos. La posada estaba envuelta en un profundo silencio. Pernoctaban en ella como únicos huéspedes. Sus monturas estaban atadas a la barra en el patio. Las veían por la rendija en la cortina, de pie con las cabezas bajas y las patas ligeramente dobladas. Sus criados dormían al lado de la hoguera encendida. Hacía frío. Las gotas de rocío depositadas en los hilos de la cortina eran como perlas.
—Dices lo contrario de lo que decidimos antes de acostarnos. No entiendo... ¿Qué ha ocurrido?
—He oído una voz.
—¿De quién?
—Una voz de un ángel.
Se levantaron de un brinco de sus lechos.
—¿Qué dijo?
—Que nos pongamos inmediatamente en camino. Y que no vayamos a ver a Herodes porque va a querer matar al Niño...
Cayó un silencio tenso.
—Si es así —dijo Baltasar—, y sé que es así, ya que tus visiones son siempre verdaderas, no podemos irnos. No podemos abandonar al Recién Nacido, cuando le acecha un peligro. Ellos no presienten nada. Viven solos, lejos de la gente. Si el rey Herodes manda sus soldados, no podrán escapar. Matarán al Niño. No podemos irnos. Tenemos que montar guardia y defenderle, aunque en ello nos fuera la vida.
—Sí —dijo Melchor—, Baltasar tiene razón. Hemos entregado nuestra vida para buscar al Recién Nacido, ¡muramos, pues en Su defensa! Despertemos a los criados, que saquen las armas.
Pero Gaspar sacudía su cabeza gris.
—El ángel me ha dicho: no temáis por el Niño. No perecerá. Vosotros tenéis que partir cuanto antes.
Baltasar se levantó, se envolvió en su manto.
—Si ha dicho eso, tenemos que obedecer su indicación. Tenemos que marcharnos inmediatamente. Voy a despertar a los criados. Que ensillen los caballos.
—No podemos marcharnos sin echar cuentas con el posadero —apuntó Melchor.
—Dejémosle el dinero. Si el ángel nos manda salir inmediatamente, esto significa que quiere que nos vayamos sin ser vistos por nadie.
—Has dicho bien. Tenemos que salir silenciosamente, sin despertar al posadero. La seguridad del Niño pende a lo mejor de ello.
—El ángel le ha dicho a Gaspar que no tenemos por qué preocuparnos de su suerte.
—Es lo que me ha dicho exactamente —dijo el viejo mago—. Y sin embargo... El Altísimo Le creó hombre y quiere salvarle como a cualquier hombre...
—Entonces ¿Quién es El?
—Aquel a quien nos fue encomendado venerar. El Saoshyant, el Mesías, el Hijo del hombre... No consigo entenderlo todo... El corazón me dice que la muerte ha empezado a perseguirle... Lo que tiene que realizar, lo realizará en una continua huida.
—Y sin embargo los libros santos le anunciaron a El —aseguró Melchor.
—Y la estrella lo anunció a El —añadió Gaspar.
—No lo comprenderemos con nuestro entendimiento humano —dijo Baltasar—. Estos son misterios del Altísimo, ante los cuales sólo nos queda inclinar la cabeza. Montemos a caballo. Que no chirríe el portalón cuando lo abramos, que los cascos de los caballos no resuenen contra las piedras. La previsión humana ha de encubrir a la omnipotencia. Él lo quiere así. Volveremos de este viaje como si no hubiésemos encontrado nada. El mundo seguirá su curso. Pero lo seguirá como un hombre con una flecha en el costado. Este nacimiento y esta huida se convertirán en punto de partida... ¿No os parece que el bien que ha nacido con El, volverá continuamente a nacer? ¡Lo que ha traído el Recién Nacido nunca tendrá fin! Los hombres morirán, caerán los tronos, se apagarán las estrellas, pero El permanecerá en los corazones de los hombres. Siempre débil, mortal, amenazado y siempre eterno...
JAN DOBRACZYNSKI