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7 julio 2026

COMENTARIO AL SALMO II. La fecundidad apostólica

Ignacio Domínguez
«dabo tibi gentes hereditatem tuam» La fecundidad apostólica

Cristo, el heredero
En su libro «Explicación de la divina Liturgia», Nicolás Cabasilas habla de la oración pronuncia¬da en voz alta por el celebrante cuando los fieles acaban de comulgar: la poscomunión.
«El sacerdote, entonces, implora de Dios salud y bendición para los fieles que han participado en los Sagrados Misterios, y dice: ¡Señor, bendice a tu heredad!». Según Cabasilas, esta invocación litúrgica sobre los fieles está en conexión con las palabras del Salmo 2 por las que el Padre dice a Jesucristo: Te daré las naciones en herencia.
Esta herencia que el Hijo ya poseía como Dios, desde el comienzo de la creación, la recibió como hombre por su encarnación redentora.
Jesús es el heredero, y nosotros su heredad.
Por la creación, El poseía dominio sobre todas las cosas: el hombre era su creatura; por la en¬carnación y la redención, adquiere un título nue¬vo: el hombre es su heredad.
De esta manera, Jesús es Maestro definitivo de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad:
de nuestra inteligencia, porque lo reconoce¬mos como verdadero Dios y verdadero hom-bre, sabiéndonos siempre discípulos suyos;
de nuestra voluntad, porque hemos aceptado su yugo sobre nosotros: no hemos intentado romperlo, como los hombres vanos y los re¬yes de la tierra.
Jesús es el heredero; nosotros su heredad.
Una súplica sube desde el corazón en estos mo¬mentos: Señor Dios nuestro: toma tú posesión de nosotros (Is 26, 13).
El precio de la heredad
Pero el heredero, al entrar en este mundo, vio a su herencia en estado muy lastimoso: homines in hereditatem venerunt (Sal 78, 1): entraron a saco en la heredad... et locum eius vastaverunt (Sal 78, 7): y la de¬vastaron completamente. Se imponía la restauración de todo. Aunque costase mucho: aunque cos¬tase la vida del heredero.
El Salmo 2 nos pone en la pista: es la profecía.
El Nuevo Testamento nos desvela plenamente el misterio: es el cumplimiento.
El Salmo 2 decía: Pídeme y te daré las gentes como herencia, y en posesión tuya hasta los confines del orbe.
Del Nuevo Testamento recabamos estos datos:
1° Con treinta monedas se compró la sangre de Cristo.
¿Qué me dais y os lo entrego? Y ajustaron el precio en treinta monedas de plata (Mt 26, 15).
2° Con la misma cantidad, con el mismo dine¬ro, —valor de la sangre de Cristo— se compró un campo.
Judas dijo: Pequé, entregando sangre inocente, y arrojando en el santuario las monedas, se alejó corriendo y se ahorcó. Los Sumos Sacerdotes se dijeron: No es lícito echar este dinero en el arca de las ofrendas, por cuanto es precio de sangre. Y habiendo tenido reunión de consejo, compraron el campo del alfarero para sepultura de los pere¬grinos (Mt 27, 4-7).
Este campo, comprado con el valor de la Sangre de Cristo, simboliza al mundo entero, a todas las almas.
De este modo, mediante su entrega, Cristo reci¬bió una gran posesión —possessionem tuam tér¬minos terrae—: los confines del orbe. ).
La herencia del cristiano
Las palabras del Salmo 2 las dirige el Padre Dios a Jesucristo.
Pero también a nosotros.
Resuena en nuestro corazón la ternura con que nos dice a cada uno: Filius meus es tu: tú eres hijo mío.
El Espíritu Santo testifica a una con nuestro espíritu que somos hijos de Dios: y si hijos tam¬bién herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo (Rom 8, 16-17).
Pero aquí, en este momento, nos pueden venir muy bien, como punto serio de reflexión, unas pa¬labras de la carta a los Hebreos: Ne quis sit [...] profanus us Esau qui, propter unam escam, vendidit primitiva sua [...] et postea, cupiens haereditare benedictionem, reprobatus est (Heb 12, 16-17): Esaú se metió en abismos de profanación al cambiar su he¬rencia por un plato de comida: más tarde, cuan¬do quiso heredar la bendición, se encontró con la repulsa por parte de Dios (1 Cor 6, 9).
Reprobatus est: fue rechazado.
Un hombre que antepone un plato de lentejas al celo por las almas, no debe ser heredero.
Por eso, dice san Pablo en no pocas ocasiones:
No os hagáis ilusiones: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afemina¬dos, ni los sodomitas..., etc., ninguno de ellos heredará el reino de Dios.
Sabed y entended que todo fornicario, o co¬dicioso, o idólatra, no tiene parte en la he-rencia del reino de Cristo y de Dios (Efes 5, 5).
Esto os digo, hermanos: que la carne y la sangre no heredarán el reino de Dios (1 Cor 15, 50).
Un plato de lentejas, o un plato de dinero, o un plato de placer... ¡Es igual! Un hombre así, no pue¬de ser heredero.
Pero el que mantenga su lealtad, sí: Postula a me et dabo tibi gentes hereditatem tuam: te daré las gentes como herencia.
Ahora bien, nadie deja una herencia para que el heredero la destruya. Dios nos confía las almas:
para que les demos buena doctrina: Id y en¬señad a todas las gentes... enseñadles a guar-dar todo cuanto os ordené (Mt 20, 19-20).
para que les anunciemos íntegro el mensa¬je de siempre: anunciad a toda tribu, nación, lengua y pueblo, el Evangelio eterno (Apoc 14, 6).
El que hiciere esto, poseerá la herencia: y yo se¬ré su Dios, y él será mi hijo (Apoc 21, 7).
«Dadles vosotros de comer»
Más de cinco mil hombres, sin contar las muje¬res y los niños: andaban errantes como ovejas que no tienen pastor:
Maestro, despídelos para que vayan a com¬prarse alimentos...
Dadles vosotros de comer.
Jesucristo enseña a los suyos: cuando alguien se acerca a un apóstol no puede marcharse ayuno, vacío: desfallecerá en el ca¬mino.
¡Dadles vosotros de comer!
Es que sólo tenemos unos panecillos de nada, y dos peces... Y son tantos, tantos..., ¡el aposto¬lado es un mar sin orillas!...
Postula a me... ¡Dios garantiza el milagro!
comerán y se saciarán: y aún sobrarán doce canastas llenas.
Haré de las gentes tu heredad, y te daré en po¬sesión todos los confines de la tierra. Esto se cum¬plirá a pesar de los bramidos y conjuras de las gentes y los pueblos.
«No lo dijo ningún charlatán —comenta san Agustín—: lo dijo Dios. Chillen, maquinen, intri¬guen... que no por eso dejará de cumplirse la pro¬fecía» (San Agustín).
Estas palabras del Obispo de Hipona son fran¬camente oportunas. Y pueden curarnos de todas las tentaciones de desaliento que quizá se presen¬ten en nuestra labor de apostolado.
Pero pertenece también a la profecía, que así como fremuerunt gentes et populi meditati sunt inania adversus Dominum et adversus Christum eius, se levantaron contra Dios y contra Cristo; de la misma manera —«he aquí que os envío como corderos en medio de lobos»—, ocurrirá a los que prolongan la misión de Cristo.
El apóstol debe cumplir en su cuerpo lo que falta a la pasión de su Señor (Col 1, 24): la sangre de los mártires es semilla de cristianos (Tertuliano, Apolog., 1).
ello ha sido así ayer, y lo es hoy, y lo será a través de los siglos.
Reina de los apóstoles, Virgen María, una sú¬plica al terminar nuestro rato de oración: consíguenos, Señora, una docilidad perfecta como la de aquellos servidores de Caná de Galilea: Quod- cumque dixerit vobis facite (18): haced todo lo que Él os diga.
Con fidelidad. Siempre.
Y el milagro se realizará. Y tantas y tantas al¬mas pasadas por agua, incoloras, inodoras, insípi¬das, se transformarán en vino generoso que alegra el corazón de Dios.