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NUESTRO CORAZÓN Y EL CORAZÓN DE LA IGLESIA
Para terminar esta parte, desearíamos añadir unas palabras sobre el alcance eclesial de la vida de oración. En primer lugar, por tratarse de un misterio muy hermoso que puede estimular extraordinariamente la perseverancia en la vida de oración. Y también para no dejar en el lector la impresión -absolutamente falsa- de que ese componente tan esencial de la vida cristiana como es la dimensión eclesial, es ajeno a la vida de oración o sólo tiene con ella un lazo periférico. Muy al contrario: entre la vida de la Iglesia con la amplitud universal de su misión, y lo que ocurre entre el alma y su Dios en la intimidad de la oración, existe un lazo con frecuencia invisible, pero extremadamente profundo. Así se explica el hecho de que una carmelita, que jamás abandonó su convento, fuera declarada patrona de las misiones...
Habría mucho que decir sobre este tema, sobre la relación entre misión y contemplación, sobre el modo en que la contemplación nos introduce íntimamente en el misterio de la Iglesia y de la comunión de los Santos, etc.
La gracia de la oración va siempre acompañada de una profunda inserción en el misterio de la Iglesia. Esto es patente en la tradición carmelitana, que, dicho de un modo más explícito y más radical, lo que busca es la unión con Dios a través de un camino de oración, en un recorrido que exteriormente puede parecer demasiado individualista. Pero al mismo tiempo, en él se encuentra del modo más claro y más patentemente explicada la articulación entre la vida contemplativa y el misterio de la Iglesia. Sin embargo, esta articulación no se puede entender de un modo superficial, con criterios de visibilidad y eficacia inmediata, sino captada en toda su profundidad mística: es extremadamente sencilla pero profunda: se lleva a cabo por el Amor, porque entre Dios y el alma sólo se trata de Amor. Y en la eclesiología implícita en la doctrina de los grandes representantes del Carmelo (Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Teresa de Lisieux) lo que constituye la esencia del misterio de la Iglesia, es también el Amor. El amor que une a Dios y al alma, y el Amor que constituye la realidad profunda de la Iglesia son idénticos, porque este amor es el don del Espíritu Santo.
Santa Teresa de Jesús morirá diciendo: «Soy hija de la Iglesia». Si funda sus carmelos, enclaustra a sus monjas y las conduce por la vía mística, lo hará en respuesta a las necesidades de la Iglesia de su tiempo: la santa estaba conmocionada por los estragos de la reforma protestante y por los relatos de los conquistadores de aquellos inmensos pueblos de paganos que había que ganar para Cristo. «El mundo está ardiendo y no se trata de ocupamos de cosas de poca importancia».
San Juan de la Cruz afirma muy claramente que el amor gratuito y desinteresado de Dios vivido en la oración es lo que más aprovecha a la Iglesia y del que tiene mayor necesidad: «Un acto de puro amor beneficia más a la Iglesia que todas las obras del mundo».
JACQUES PHILIPPE