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4 julio 2026

MARIA. EL SUEÑO DE LA VIRGEN

EL SUEÑO DE LA VIRGEN

No se puede afirmar con rotundidad si la Virgen María, al término de su vida terrena, realmente murió o sencillamente se durmió. El Magisterio solemne de la Iglesia nada ha dicho sobre el tema. Parece que son más los teólogos que se inclinan a pensar que María murió, a semejanza de su Hijo, aunque la muerte se deba al pecado que nunca rozó siquiera a la Virgen. También parecen indicarlo así algunos documentos del Magisterio ordinario. En todo caso, si la muerte de Nuestra Madre fue una realidad, no sería como la de los demás hom¬bres, sino más bien como un dulce sueño —se habla de la Dormición de la Virgen—, en el que su alma inmaculada se separaría de su cuerpo purísimo, para volver a unirse a él en seguida, ya gloriosa. Pienso que una vez cumplida su misión en la tierra, cuando Dios quiso, se dor¬miría la Madre de Dios, para hallarse, al des¬pertar, ya en cuerpo y alma —esto sí que es dogma de fe— en el Cielo.

LA VIRGEN DORMIDA
Un encanto indefinible emana de una cria¬tura cuando duerme. Sobre todo, si ya es de por sí encantadora. Y todo el encanto de la Creación queda resumido y superado largamen¬te en María. Y ahora la Virgen se ha dormido, y podemos contemplarla descaradamente y pas¬marnos ante tanta belleza.
«Se ha dormido la Madre de Dios. Están alrededor de su lecho los doce Apóstoles. Matías sustituyó a Judas.
»Y nosotros, por gracia que todos respetan, estamos a su lado también».
Pero la curiosidad es poderosa. ¿Qué acon¬tece en ese último sueño de la Virgen dormida? ¿Nos será posible adentrarnos de alguna ma¬nera en su alma en reposo? Creo que sí. Nues¬tra voluntad de niños —hijos pequeños de Ma¬ría— puede lograrlo.
Un dulce cansancio le ha entornado los ojos y han comenzado a sucederse las escenas de una realidad que ahora revive en el sueño. Un sueño que había sido una realidad. Una reali¬dad que ahora parecía un sueño y adquiría la plenitud de su encanto al compendiarse, preci¬samente, en el sueño de su protagonista, la Virgen dormida. Era como un soñar despierto. Tan real era el sueño: la realidad de tantos años de amorosa entrega a la Voluntad de Dios se iba presencializando en aquellos momentos de dulce cansancio.
Resonaban nítidamente las palabras del Ar¬cángel: «Salve, llena de gracia, el Señor es contigo.» ¡Llena de gracia! Palabras de parte de Dios que la definían como la más perfecta de las criaturas, a Ella, la más humilde de to¬das. ¿No había sido como un sueño? Pero aquel rubor que ascendió de su corazón al rostro her¬mosísimo, arrebolándolo del todo, hermoseán¬dolo aún más, había sido muy real; como real había sido la presencia del Ángel y sus palabras rebosantes de respeto, veneración y cariño. Y la Virgen dormida sonreía para sus adentros al recordar su ingenua —pero explicable— tur¬bación en su primer contacto, digamos sensible, con el mundo sobrenatural. «No temas, María.»
¿Por qué había de temer? Si lo sobrenatural es lo más «natural» del mundo. Lo natural y lo sobrenatural son órdenes diversos e irreducti¬bles, pero Dios no cesa de obrar también sobre- naturalmente en la tierra —con ángeles o sin ellos— en el alma y en la vida de los que le aman; y lo ven los que tienen ojos para ver.
¿Quién no ha sentido siquiera una vez la mano de Dios posándose en su propia vida? ¿Quién no ha escuchado un mensaje de parte de Dios, una llamada, una insinuación o suge¬rencia, un querer imperativo? Hay que reco¬nocer, no obstante, que lo acontecido en aquella casita humilde de Nazaret fue algo verdadera¬mente extraordinario, porque algo único iba a ocurrir: «Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Será grande y llamado hijo del Altísimo... El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cu¬brirá con su sombra; por eso el niño que nazca será llamado Hijo de Dios...»
En el alma en reposo de la Virgen se cruza¬ban ecos de voces ya distantes. En seguida hi¬cieron acto de presencia escenas que contras¬taban con aquel momento de gozo inaudito. Ella no podía decir nada y José sufría, estaba perplejo, no sabía a qué atenerse, y se soñaba caminante por sendas sin norte. La Virgen lo sabía, pero no podía decir nada; y aquel silen¬cio entre los dos se tornaba cada día más doloroso. Más que José —hombre justo, santo, enamoradísimo—, sufría María (Dios no evita el dolor a las almas fuertes que le aman, y María y José han sido y serán las más fuertes, las de amor más intenso).
¡Qué felicidad cuando José apareció con un rostro nuevo, radiante, con toda la alegría que es capaz de albergar un corazón humano aso¬mándole en sus ojos nobles y limpios! José brincaba y cantaba como un chiquillo. Cuando se serenó, tomó las manos de su Esposa y puso en ellas un beso. El dolor ya no era más que una pesadilla, un mal sueño, una parte de aque¬lla espada que meses más tarde Simeón, en el Templo, le anunciaría que había de traspasar su alma, toda su vida3. ¡Qué dulce, ahora, el recuerdo de aquella espada!
La huida precipitada a Egipto, un país ex¬traño. El desierto inacabable. Y el regreso, cuando José ya estaba profesionalmente situa¬do. Y el Niño que se pierde. Casi tres días de ansiedad...
Y luego un período de sosiego: la paz fami¬liar, la vida cotidiana, el trabajo de siempre. Eso sí, realizado con perfección, con ilusión renovada cada mañana que transfiguraba la aparente monotonía. Y una armonía plena en¬tre los miembros de la Familia.
¡Valía la pena!, se dijo la Virgen dormida. Valía la pena decir fiat!, aquel Sí al Amor. Y, en esto, cuando la dulzura del cansancio había llegado a su colmo, despertó y se halló en el seno de la Trinidad Beatísima: con Dios Padre, con Dios Hijo y su Humanidad santísima (fruto de sus entrañas, obra del Espíritu Santo), y con Dios Espíritu Santo. Y con su esposo José, que estaba atónito ante tanta hermosura. Y con todos los Ángeles y santos celebrando la gran fiesta que perdura en el Cielo, en la que hoy, nosotros, hijos de María, participamos también alborozados.
«Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma, en la Gloria. —Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. —Tú y yo —niños, al fin— tomamos la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla.
La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios... —Y es tanta la majestad de la Señora, que hace preguntar a los Ángeles: ¿Quién es Esta?». (J. Escrivá de Balaguer, Santo Rosario, cap. «Asunción de la Virgen»).
ANTONIO OROZCO