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Imitar el trabajo del Hijo de Dios, desde Nazaret hasta su culminación en la Cruz
Al asumir nuestra naturaleza con todas sus características e implicaciones, excluido el pecado, el Hijo de Dios ha tomado también nuestra capacidad de trabajar; de hecho se ha aplicado a fondo, con totalidad, pensando en los demás y en diálogo con su Padre. Su trabajo también ha sido labor redentora.
Los Padres de la Iglesia han insistido tenazmente en la verdad de la Encarnación redentora, defendiéndola de los diversos reduccionismos que se han propuesto a lo largo de la historia. Han creído y enseñado siempre que Jesús ha redimido y sanado lo que ha asumido: si algo del hombre hubiera quedado fuera de esa asunción, no nos habría sido salvado. Sin embargo, durante siglos, el trabajo humano no ha sido suficientemente apreciado, sobre todo en su relación con la vida cristiana. A san Josemaría Escrivá de Balaguer se le ha reconocido como precursor del Concilio Vaticano II, por recordar a todos la llamada universal a la santidad y, muy concretamente, ha proclamado y enseñado el valor santificable y santificador de la tarea profesional ordinaria. Refiriéndose, por ejemplo, a los años de Cristo en Nazaret, explicaba:
«Esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo (...).
»Sueño -y el sueño se ha hecho realidad- con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que Él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre (Es Cristo que pasa, n. 20).
Hablando de la figura y del mensaje del Fundador del Opus Dei, en la ceremonia de beatificación, Juan Pablo II afirmó que «con sobrenatural intuición (...) predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación (cfr. Dominum et vivificantem, 50). En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo» (Juan Pablo II, Homilía en la beatificación de Josemaría Escrivá).
El trabajo se convierte en servicio a Cristo, instaurando una relación íntima con Él, si se une al que Él realizó para redimirnos. La entrega, el auxilio, el trabajo de Jesús no se limitan a lo que sufrió en su pasión y muerte; en realidad, en aquellos momentos alcanzaba su cima la obra de toda su vida: la de aquellos años junto a José en el taller de Nazaret y la de los tres años predicando la Buena Nueva.
Aprender a amar a Dios con la propia ocupación entraña, por tanto, aprender a trabajar como Cristo lo hizo. Los evangelistas no han puesto por escrito detalles sobre el modo de llevarlo a cabo durante aquellos lustros en Nazaret; en cambio, nos han transmitido bastantes indicaciones sobre su labor durante los tres años de vida pública. Y así, en los Evangelios contemplamos cómo demanda la colaboración de los discípulos antes de la multiplicación de los panes y los peces; y, después del milagro, ordena recoger en canastos lo que ha sobrado. En el episodio de la pesca milagrosa, no excluye del beneficio a quienes iban en la otra barca. Paga los impuestos, aunque esté exento. En sus parábolas, da muestra de conocer bien cómo se realizan los oficios más corrientes en el ambiente rural donde habitó. Conoce las Escrituras y cumple una detrás de otra; pregunta inteligentemente a los sabios y les responde con sabiduría...
No podemos dudar de que trabajó bien quien mereció aquella alabanza del pueblo: «Todo lo ha hecho bien» (Mc 7, 37). Y trabajó mucho, pues no les quedaba -ni a Él ni a sus discípulos- tiempo para comer, hasta el punto de que algunos de sus parientes consideraban que se había vuelto loco (cfr. Mc 3, 20-21). Ciertamente, actuó pensando en el bien eterno de los hombres y en continua conversación con su Padre. Característica esencial que debemos aprender nosotros: realizar una tarea abundante y, en la medida de nuestras posibilidades, perfecta, útil a los denlas, y con el esfuerzo de transformarla en oración. Con esta lección bien aprendida y puesta en práctica, ayudaremos a Cristo en la salvación del mundo.
El cristiano ha de asimilar esta enseñanza, poniéndola en práctica, también, porque la teoría es muy sencilla; la riqueza de sus implicaciones se descubre justamente al aplicarla al propio obrar. Se aprende, por ejemplo, que siempre cabe trabajar mejor; tener más presentes a los demás al plantear y realizar nuestras tareas; estar más atentos a lo que Dios espera de nosotros en nuestro quehacer. Siempre podemos hablar más con Él -muchas veces sin palabras-, mientras nos ocupamos de nuestra labor. El más -en este caso, como en el de todas las virtudes- es inevitable, porque aquí se trata de amar a Dios con el trabajo; y amar a Dios supone un acto de la virtud teologal de la caridad, con la formidable capacidad de crecer indefinidamente. Esta posibilidad de mejora en el quehacer laboral, justamente porque es cuestión de amor, no deprime ni cansa; al contrario, enciende -en la misma tarea cotidiana- lumbres nuevas, y la convierte en una competición de cariño que trae al alma una perenne juventud interior.
Se aprende también que, así como Cristo culminó su vida de trabajo en el Gólgota, el discípulo debe llegar en la suya al exceso en el amor a Dios y, por El, a los demás: exceso que se concreta en abrazar con garbo la cruz de cada día -una cruz no inventada, sino real-, sin esquivar el deber y el sacrificio que ese cumplimiento lleva consigo, aunque en ocasiones falte el entusiasmo sensible. De este modo, el cristiano sabrá encajar -sin tragedias- incomprensiones y desatenciones de los otros en su tarea; aceptará con una sonrisa los imprevistos, molestias y fatigas del trabajo, sin decir basta a la ejecución de las propias obligaciones. En definitiva, aprenderá a realizar lo que hay que hacer -y a hacerlo bien- todos los días, por amor de Dios.
JAVIER ECHEVARRÍA