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23 julio 2026

EUCARISTÍA. «No ofreceréis nada defectuoso»: trabajar bien

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«Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rin 12, 1). Cada uno debe considerar cómo pone en práctica esa exhortación, cómo puede concretar en su jornada la invitación divina a conformarse con Cristo, que se entrega por amor al Padre y a nosotros. En muchos casos, ofrecer el propio cuerpo como víctima espiritual puede concretarse, sencillamente, en trabajar bien cara a Dios y cara a los hombres, sin miedo al cansancio.
La ofrenda a Dios -así lo recuerda muchas veces la Escritura- ha de ser perfecta: no podemos ofrecerle nada defectuoso; debe ser pura, santa (cfr. Ex 12, 5; Lv 1, 3). Una tarea bien realizada, con perfección humana y con rectitud sobrenatural, sin defectos ni chapuzas, se convierte en una ofrenda grata a Dios porque equivale a ofrecer las propias capacidades. Se puede presentar ante el altar de Dios el trabajo debidamente terminado porque el empeño sabe ya de sacrificio; se alza como retazo de la propia existencia, y cabe presentarlo al Señor para que lo acoja como expresión de nosotros mismos. Cualquier lugar -el taller, la mesa de estudio, la cocina, la besana, el quirófano, el cuidado del hogar...- se transforma en sitio digno para esta ofrenda, porque se ofrenda con esa tarea el propio corazón: es decir, la fe y el amor que la informan y que se manifiestan en el sacrificio de sí mismo, propio del tesón por acabar bien las cosas.
Hablar de sacrificio a un cristiano equivale -si quiere conducirse con coherencia- a hablarle de su participación en el sacrificio de Cristo y, por tanto, de su sacerdocio real, de su participación -recibida en el Bautismo- en el sacerdocio eterno de Cristo. Es instar a su alma sacerdotal a que se decida a participar con Cristo en la salvación de los demás y a dignificar su labor profesional -la que sea- como ofrenda a Dios, capaz de no desentonar con la de Cristo en la Cruz; con el gozo real de juntar su oblación a la de Cristo, ante el Padre como «hostia pura, santa, inmaculada» (Misal Romano, Plegaria eucarística I). Se pide entonces al cristiano que actualice su alma eucarística, que ordene sus trabajos a la Misa y en el altar enraíce su labor y se alimente.
Aunque el trabajo comporte fatiga, nada más equivocado que pintarlo con negras tintas: guarda un rico y hermoso tesoro, ya que participa especialmente en esa creatividad que Dios ha concedido al hombre, en esa capacidad de modelar la propia existencia y la historia de la comunidad humana en que uno se desenvuelve. Sin detenernos ahora en las maravillas que el trabajo humano encierra, fijémonos en que el secreto de su grandeza y belleza radica en el amor con que se realiza.
Muchas veces el hombre no percibe esta estupenda realidad; o, al menos, no se la valora ni se le concede explícitamente la importancia que merece. Otros aspectos -la eficiencia, el resultado en términos económicos, la perfección técnica...- atraen más la atención. De ahí se sigue que, con demasiada frecuencia, no se sepa amar con el trabajo, y que la labor brote mermada por un defecto fundamental. Hoy, más que nunca, urge recordar la breve y profunda enseñanza de san Josemaría: «El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor» (Es Cristo que pasa, n. 48).
El sentido y la categoría de las ocupaciones humanas han sido objeto de reflexión en el último siglo por parte de muchos pensadores; también el Magisterio de la Iglesia se ha ocupado repetidas veces de este punto de importancia decisiva. Juan Pablo II, especialmente, llamó la atención sobre las graves consecuencias que se derivan de una visión deformada del hombre y de su trabajo. Consideró que muchos de los problemas, que han caracterizado los avatares de la sociedad occidental en los últimos siglos, tienen su raíz en el olvido o la negación de alguna de las dos finalidades del trabajo. Unos han sostenido sólo su utilidad temporal, y han llevado a la persona a una visión materialista de la propia existencia; otros han puesto el acento en su trascendencia espiritual, pero sin reconocer el valor intramundano de la tarea profesional. En ambos casos, el defecto estriba en no conjugar armónicamente los dos fines. «El trabajo humano es una clave - escribía Juan Pablo II-, probablemente la clave esencial, de toda la cuestión social, si procuramos considerarla desde el punto de vista del bien del hombre» (Laborem exercens, 14-IX-1981, n 3).
La finalidad principal del trabajo, insistía este Romano Pontífice, no se mide por la cosa producida sino por el sujeto que la produce; el objetivo primordial del trabajo no se queda en fabricar objetos, sino en edificar la persona, porque el origen y el fin de todo empleo laboral se encuentran en el hombre. Lo principal no se centra en la materialidad de lo que se hace, sino en la realidad de que responde a una actuación de la criatura humana; por tanto, aparecen como prioritarios el cómo y el fin de su obrar. Con esto, no se quiere negar el valor objetivo del producto ni el rendimiento material del trabajo; se pretende, en cambio, valorarlos al máximo pero según el recto orden, esto es, no de manera absoluta sino por su relación con la persona » (Laborem exercens, 14-IX-1981, n 7).
En principio, nadie niega que el buen trabajo presta al mismo sujeto que lo cumple el gran servicio de enseñarle y de ayudarle a amar a los demás. A fin de cuentas, la sustancia de la felicidad se cristaliza en amar y ser amado; y de la calidad de ese amor, se deduce la calidad de la felicidad alcanzada. En este contexto del amor debemos encuadrar el trabajo humano.
¿Cómo no descubrir que, con esa ocupación se está ayudando a los demás, por ejemplo, a trasladarse de un sitio a otro; a progresar en su preparación cultural; a moverse en un ambiente más limpio, ordenado y agradable, a disponer con facilidad y seguridad de alimentos y ropa; a encontrar habitación y confort en su propio domicilio? La enumeración nos llenaría páginas y páginas, porque el trabajo humano se traduce siempre en un servicio más o menos inmediato a los demás. Por eso, encierra íntimamente la capacidad de expresar amor y de provocar amor.
El orgullo, la ambición, la prepotencia, la frivolidad y la ligereza, la superficialidad, la prisa y otros enemigos del amor que lo destruyen poco a poco o de golpe, se levantan también como adversarios dispuestos a cegar nuestros ojos para que, en el trabajo, nos detengamos tan solo ante el cansancio que produce y no veamos el servicio que presta; quieren reducir nuestra intención a la realización de lo que nos place, sin atender a lo que necesitan las demás personas; nos arguyen para esclavizar nuestro ánimo, de modo que se enrede con enfados, recelos, resentimientos, envidias, atropellos, precipitaciones.
Los adversarios del amor coinciden con los que se oponen la perfección humana del trabajo. Por eso, aprender a trabajar significa -siempre y a la vez- aprender a amar; así madura el carácter del interesado y así se edifican las personas a quienes su trabajo alcanza. ¿Cómo podría considerarse digno de la sociedad el ejercicio de una actividad comercial donde quien vende supiese que está engañando a quien compra?
¿Cómo se salvaría la dignidad de la persona, cuando la colaboración en el trabajo no se apoyase en una lealtad sincera y ordenada entre los colegas? Si faltan la rectitud, la justicia y la lealtad entre quienes se relacionan por medio de un trabajo, ¿cómo progresará la sociedad, cómo se desarrollarán armónicamente los individuos?
La sociedad, sin una operatividad basada en esas virtudes, basadas en el amor y en la confianza, se convierte en campo de batalla donde prevalece el más hábil, el más astuto o el más cruel. Esto no es camino: hemos de ocuparnos de los menos dotados y ayudarles, no toleremos que se avasalle a las minorías. La madurez del trabajo, entendido como servicio y expresión de amor, no ha de considerarse como desprecio de la dinámica que le caracteriza y que se manifiesta en calidad técnica, en rendimiento económico, en progreso social, etc.; más aún, a esa dinámica pertenece también -y no de modo secundario- el vínculo que liga el trabajo con el amor.
JAVIER ECHEVARRÍA