-
Llegada de los Reyes Magos
Tanto había cambiado Herodes aquel año que se había vuelto irreconocible. La cara se le había oscurecido poniéndosele casi negra. La nariz, que había tomado la forma de pico de águila, parecía más prominente que antes, le caía sobre los labios perennemente resecos. Los ojos hundidos ardían de fiebre continua.
Los dolores que ahora le asaltaban eran insoportables. Eran como una estaca clavada en el cuerpo que alguien hacía girar por añadidura. Cuando se le presentaba un ataque de dolor, no había nada capaz de mitigarle el sufrimiento. Antaño podía dominar el dolor. Ahora aullaba, chillaba, se mordía los labios hasta hacerlos sangrar, y se destrozaba la ropa que llevaba. Luego, al alejarse la ola dolorosa, el rey caía en un estado de completa postración.
Estaba continuamente exasperado. Todo le irritaba. Desconfiado por naturaleza, veía actualmente traiciones por todas partes. No confiaba en nadie, sobre todo desde que Salomé le refirió las maquinaciones de Antípatro con Ferorás. No hizo nada en el momento para castigar a los culpables. A Ferorás le mandó regresar a Perea, so pretexto del mal comportamiento de Roxana con las hijas del rey. A Antípatro lo mandó a Roma. Envió sus espías detrás de ambos. También mandó vigilar a todos aquellos que, según le habían informado, tenían algún contacto con su hijo o con su hermano.
Pocas semanas después de la salida de Ferorás, llegó la noticia de Gadara de que el rey de Perea estaba gravemente enfermo. Herodes declaró que temía por la vida de su hermano y, haciendo caso omiso de su reciente disgusto y de sus dolores, mandó que le llevaran a la otra orilla del Jordán. Llevó consigo a toda una retahíla de músicos que tenían orden de tocar sus salvajes melodías beduinas al lado del rey en los momentos de acceso de dolor. No quería que la gente oyera sus gritos de dolor.
Pero al día siguiente de la llegada de Herodes a Gadara, murió Ferorás. El rey hizo saber que su hermano había sido envenenado, y mandó hacer una investigación. Roxana fue detenida, así como su madre, su hermano y toda la corte de la reina. Roxana trató de suicidarse saltando por la ventana, pero la guardia consiguió impedirlo. Las mujeres fueron interrogadas y torturadas. El palacio retumbaba con los chillidos de las mujeres y los aullidos de Herodes. Roxana no resistió las torturas. Salvó la vida echando toda la culpa sobre Antípatro. Ferorás, confesó ella, por instigación de su sobrino iba a tratar de envenenar a Herodes. El veneno fue facilitado por Doris. Ferorás debió de haber tomado este veneno por descuido propio...
Herodes perdonó la vida a Roxana y la convirtió inmediatamente en su amante. Desde entonces creía en todo lo que le decía. Cualquier persona que ella indicaba, era culpable.
El cuerpo de Ferorás fue traído a Jerusalén y enterrado en un suntuoso mausoleo que Herodes mandó edificar para sí mismo en los montes en las afueras de la ciudad, cerca de la Piscina de las serpientes. El entierro fue solemne y toda Jerusalén fue obligada a participar en él. Nadie se disculpó. La presencia de Roxana al lado del rey suscitaba el pavor de que todo aquel que no fuera visto en el entierro, sería acusado por ella de enemistad hacia el rey. Herodes hacía gala de su desesperación por la muerte de su hermano, sollozaba, rasgaba sus vestiduras, pero la gente no prestaba crédito a sus lágrimas. Se sospechaba que así quería mostrar que no tenía nada que ver con la conjura.
Los ataques de dolor se intensificaron aún más después del sepelio. Se presentaban con tanta frecuencia, que el rey tuvo que desistir de las orgías y encerrarse en sus aposentos a los que únicamente Salomé tenía acceso. Los médicos insistían en que fuera a las aguas termales de Callirhoe, situadas al otro lado del Mar de Asfalto. El agua traída en barriles le aportó realmente cierto alivio, por lo que Herodes decidió no regresar a Sebaste, sino viajar a Callirhoe. La corte empezó a respirar aliviada.
Herodes yacía tirado en la cama, cuando Salomé entró aquel día en el dormitorio real. Dos hermosos mancebos, de pie ante el rey, agitaban un incensario que sostenían en las manos. La habitación estaba llena de humo aromático. Su aroma apagaba el hedor que exhalaba continuamente el cuerpo de Herodes y le inducía a la locura.
—¿Qué quieres? —dijo levantando la vista hacia su hermana.
—Tengo algo importante que decirte...
—¿De veras importante? Me cuentas unas tonterías...
—Esto no es una tontería.
Herodes gimió con desgana.
—Habla.
—Han llegado a Jerusalén tres personajes extraños...
—¡No voy a perder el tiempo con cualquier imbécil que llega aquí!
—Pero escúchame. Se trata de habitantes del reino de los Partos. Unos sabios o estudiosos o quizás adivinos...
—Bueno, y ¿qué quieren?
—No quieren nada. Pero los espías me han informado de que hacen preguntas a la gente en el mercado acerca de un supuesto rey judío que habría nacido...
Herodes mostró repentinamente interés por las pala¬bras de su hermana. Se sentó en el lecho.
—¡Fuera! —despidió a los jóvenes con un gesto. Le hizo una seña a Salomé para que se acercara y le preguntó: —¿Por qué rey preguntaban?
—No se puede sacar mucho de sus habladurías. Los espías no entendieron muy bien. Buscan algún rey y preguntan por él. La gente se arremolina a su alrededor. Todos están presos de excitación... Sabes cómo son los Judíos. Tienen sus propias profecías... Roxana te habrá seguramente hablado de un cierto mesías esperado por los fariseos...
—Sí, me habló.
—Pensé que no era bueno que la gente escuchara semejantes cosas. Entonces le dije a Boarges que los busque, los salude y les diga que, ya que habían llegado a tu reino, tú mismo estabas dispuesto a recibirles y contestar a sus preguntas.
—¿Quieres que hable con ellos? —frunció el ceño.
—Si te encuentras mal, delega en alguien. Pero me parece que tú eres el único en saber cómo contestarles.
—Por Hércules, creo que tienes razón —reconoció él; con la mano, se rascaba el pecho; reflexionaba—. ¿Dices que llegan del reino de los Partos? Cualquiera sabe quiénes son y quién les manda... Sí, tengo que hablar yo mismo con ellos.
—Entonces ves...
—Veo. Los malos espíritus los han traído hasta aquí... ¿Dónde se encuentran?
—Mandé que los trajeran a palacio.
—¡No tienen que darse cuenta de que estoy enfermo! Llama a la servidumbre, que traigan el ropaje real, joyas... ¡Ay! —emitió de improviso un gemido doloroso—. Vuelve otra vez... ¡Ay! ¡Ay! —se agarró el vientre con los dedos — ¡Qué dolor!— chilló.
Cayó de la cama al suelo. Se revolvía, preso de contracturas espasmódicas. Gimoteaba, gemía, daba alaridos. La servidumbre entró precipitadamente. Rodearon en círculo al soberano yacente. Sin embargo, nadie se atrevió a tocarlo.
Los espasmos dolorosos duraron algún tiempo. Al fin desaparecieron. Herodes yacía sobre el pavimento de mármol tirado igual que un trapo. De la boca entreabierta le salía saliva blanca. Tenía los ojos vidriosos. Pero se sobrepuso a la debilidad: hizo una seña. Lo levantaron, lo sentaron en una litera y lo llevaron al camerino real.
* * *
Tres personajes vestidos con ropa larga y tocados con turbantes hicieron su entrada en el salón del trono con paso lento, lleno de dignidad. Dos de ellos eran hombres maduros, el tercero era un anciano, cuya vista tenía que ser muy débil, ya que caminaba con paso inseguro, apoyado en un bastón y con el brazo extendido hacia adelante.
Se acercaron al trono, saludaron con una inclinación de cabeza pero sin sumisión. Debían de ser personas que gozaban de gran estima en su país. Llevaban ropaje rico y colgado del cuello un collar de oro.
—Te saludo, rey Herodes —dijo el que estaba en el centro. Parecía el más joven, pero era probablemente el de más dignidad de los tres. Llevaba un collar más largo y de más peso que el de sus compañeros y, en los dedos, costosos anillos—. Que el Señor del cielo y de la tierra —prosiguió— el santísimo, el eterno Ahura-Mazda, te colme de bendiciones y de su gracia. Permíteme que te diga quiénes somos y la ra¬zón de nuestra llegada a tu reino. Me llamo Baltasar y soy príncipe de la estirpe de los Sasánidas, y también asiduo estudiosos de los libros escritos por nuestro santo maestro Zarathustra. Mis acompañantes son insignes sabios de nuestro país. Este es el venerable Gaspar —indicó con la mano al anciano apoyado en su bastón—, conocedor de las vías misteriosas de los astros. Y ése es Melchor, ilustre sabio, llamado por nuestro soberano para recopilar y reescribir el libro santo de las enseñanzas de nuestro maestro, que fue destruido en el transcurso de las guerras con los griegos, y antaño escrito con letras de oro en una piel de buey. Cada uno de nosotros vive en lugares distintos, pero nos encontramos y decidimos de común acuerdo ponernos en camino...
Hizo una breve pausa, Herodes estaba sentado rígido en el trono, y Salomé, situada inmediatamente a sus espaldas, era la única en notar sus labios apretados, el temblor de sus mejillas y los regueros de sudor cayéndole por las mejillas. El salón estaba lleno de humo de incienso. Por encima de la cabeza de Herodes ondeaban unos abanicos de plumas. La corte que rodeaba al rey no era muy nutrida. En Jerusalén solo estaban los que viajaban con Herodes, y que iban a acompañarle hasta Callirhoe.
Baltasar siguió con su discurso:
—Tal como te dije, rey, el venerable Gaspar es el que sigue con profundo conocimiento el camino de los astros. Su vista, atenuada para los asuntos terrenos, sabe percibir las señales misteriosas que las estrellas dejan en el cielo. Fue el primero en hablarnos de la estrella misteriosa que apareció en el cielo de Occidente. El sabio Gaspar realizó los cálculos y comprobó, ¡Oh, rey!, que la estrella brillaba encima de tu reino.
Entre los cortesanos se oyeron unos murmullos, pero Herodes seguía mudo y rígido en su trono.
—Empezamos —prosiguió Baltasar— a buscar una explicación acerca de la estrella en los libros de nuestro santo maestro. Aquí, el venerable y docto Melchor dio pruebas de su ciencia. En el libro que estaba recomponiendo encontró la noticia de que al final de los tiempos de los hombres aparecerá Saoshyant, ayudante del divino Ahura-Mazda, con el nombre misterioso de Askwat-Ereka, es decir, Aquel que es esencia de la verdad. Una nueva estrella anunciará su venida. Al confrontar esta noticia con el descubrimiento del venerable Gaspar, llegamos juntos a la conclusión de que había llegado el momento y había nacido aquel que anunciaba el libro. Por lo tanto, decidimos emprender el camino y encontrar al recién nacido, y, efectivamente, la estrella nos enseñaba el camino. Sin embargo, cuando cruzamos el río que separa, ¡Oh, rey!, tu reino del gran desierto, ya no pudimos seguir guiándonos por la estrella. Brilla, pero no nos muestra con claridad la ciudad donde nació Askwat-Ereta. Por esta razón vinimos a Jerusalén que es la ciudad santa de tu reino y tiene, según dicen, el templo más hermoso levantado para el Altísimo. Allí queríamos enterarnos de lo demás. Preguntamos a la gente pero nadie supo contestarnos. ¡Ni siquiera han visto la estrella! Ya estábamos llenos de desconcierto, cuando se presentó tu cortesano, ¡Oh, rey!, y nos invitó a tu palacio. Nos presentamos gozosos ante ti, convencidos de que nos dirás dónde y cómo hemos de buscar al nacido; como rey de esta tierra conoces indudablemente el lugar de nacimiento de Aquel que será rey de reyes...
Herodes se sobresaltó al oír las últimas palabras de Baltasar, como si éstas le despertaran de un sueño. Preguntó, y su voz saliendo de detrás de los dientes apretados resonó como un graznido:
—¿Cómo has dicho, príncipe? ¿Rey de reyes?
—Tal como dijiste, rey.
—Cada reino solo tiene un rey.
—No siempre, rey. Hay reyes, y sobre ellos, otros más poderosos. El libro santo de nuestro maestro enseña que Askwar-Ereta será rey sobre todos los reyes de la tierra. El hará que se cumpla la victoria definitiva del eterno Ahura- Mazda...
La voz graznadora de Herodes resonó de nuevo:
—No conozco vuestra fe, venerables señores. No estoy enterado del nacimiento que mencionáis. Tal vez os habéis equivocado del país en el que buscáis a vuestro Askwat- Ereta. Los poetas dicen que el emperador romano es el anunciado por las antiguas profecías, el que traerá una era dorada de paz y felicidad. Pero no quiero equivocaros en vuestro camino, doctos varones; debéis convenceros antes vosotros mismos de que vais en la dirección correcta. Detened un momento vuestra búsqueda y aceptad la hospitalidad en mi palacio, y yo consultaré con los sabios de mi país. Tal vez puedan indicaros algo. Mi hijo Filipo se cuidará de vosotros y estoy seguro de que aquí no os faltará nada que pueda alegrar vuestro espíritu y vuestro corazón. Descansad de vuestro largo camino. Dentro de un día o dos os comunicaré lo que me hayan descubierto los sabios judíos. Hijo —llamó a Filipo con la mano—, hazte cargo de nuestros venerables invitados.
Saludó con la mano en señal de despedida, mientras los viajeros se inclinaron de nuevo con dignidad. Salieron en compañía de Filipo; cuando se hubieron cerrado tras ellos las grandes puertas del palacio, Herodes lanzó un grito parecido a un aullido de lobo y cayó del trono sobre el pavimento. Un dolor terrible le laceró las entrañas con sus tenazas de hierro.
JAN DOBRACZYNSKI