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Ignacio Domínguez
«¡Todo está consumado!»
Caro le hemos costado al Señor: magno pretio empti estis (Cor 6, 20): caro, muy caro, el precio que ha pagado por nosotros para librarnos del mal.
Son los misterios dolorosos de Jesucristo:
la oración del Huerto, hasta sudar sangre, sin que nadie vele con El;
la flagelación: Pilato, deseando contentar a la plebe, suelta a Barrabás y entrega a Jesús a los flageladores: «Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora. Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad. Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor, y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto.
»Tú y yo no podemos hablar. No hacen falta palabras. Míralo, míralo... despacio. Des-pués... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?» (Santo Rosario).
la coronación de espinas: Los soldados... plectentes coronam de spinis, posuerunt super caput eius (Mt 27, 29): así dice san Mateo: trenzaron una corona de espinas y la pusieron sobre su cabeza. Quizá al trenzarla, alguno se pinchaba los dedos, y una imprecación, una blasfemia, cortaba el aire como una maldición. Pero las risas se sucedían al hincarla a martillazos en la cabeza de Jesús.
La Cruz a cuestas: Camino del Calvario, cuando todavía resonaba el grito de los judíos: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!, Jesús vio a unas mujeres que lloraban. Y Jesús se olvidó de su propio dolor, para pagar con una mirada dulce, con una palabra amable, aquella muestra de cariño: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí... Y sigue adelante. Hasta la cumbre del Calvario, sin ceder al desánimo, hasta la última gota del vinagre y la hiel.
— la crucifixión: Iesus autem emissa voce magna expiravit: dando un fuerte grito, expiró. No murió de agotamiento. No fue la muerte quien le arrebató la vida. El mismo la en-tregó: cuando quiso, como quiso, porque quiso.
Ya está en lo alto atrayendo a todos hacia sí.
Reges eos in Cruce...
Moisés —ille pascebat oves: era pastor—, con los brazos abiertos en forma de cruz y en actitud de oración, conduce al pueblo de Dios hasta los linderos mismos de la tierra prometida. Pero no cruza el Jordán.
Jesús —nuevo Moisés, buen Pastor—, con los brazos abiertos en cruz, conduce al nuevo pueblo de Dios hasta la patria eterna, de la que aquella tierra de promisión no era sino un símbolo.
Consummatum est: ¡Todo está consumado!
Donde abundó el mal, sobreabundó la gracia, el rescate, el perdón. La Cruz es la liberación total y en ella el cristiano encuentra la libertad: ut non solum nullam mortem sed etiam nullum mortis genus formidet (San Agustín): no tener miedo a nada ni a nadie: ni a la vida ni a la muerte.
El cristiano está marcado con la cruz de Jesucristo ad tutelam salutis para caminar seguro: la cruz es garantía de salvación. De ella arranca la libertad verdadera.
Tres son los enemigos del alma: la carne, el mundo, el demonio:
la carne es la propia miseria personal, la autosuficiencia, las pasiones, el egoísmo;
el mundo son todos aquellos que incitan a pecar, el ambiente corrompido, la despersonalización gregaria;
el demonio es el padre de la mentira, el adversario de los grandes ideales, el que fomenta la rebelión del hombre contra Dios.
De estos tres enemigos nos libra el Señor con su muerte de Cruz.
Y así liberados del mal, de todo mal, la cruz de Jesucristo, «ascensum nobis parat in coelum»: nos prepara la entrada y nos lleva hasta el reino de Dios.
Terminamos la oración.
Estaba junto a la Cruz de Jesús, su Madre... (Jn 19, 25).
«¡Qué humildad la de mi Madre Santa María! No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni —fuera de las primicias de Caná— a la hora de los grandes milagros.
Pero no huye el desprecio del Gólgota: allí está iuxta crucem Iesu: junto a la cruz de Jesús, su Madre» (Camino, n. 507).
Redención y corredención.
Et accepit eam discipulus in sua (Jn 19, 26). El discípulo amado recibió a la Virgen en su hogar.
También nosotros le decimos: Santa María, toma posesión de nuestra casa, de nuestra vida, de nuestro amor.