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Cuando Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, estuvo en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe (México, 1970), una señora que estaba rezando a su lado sin saber quién era aquel sacerdote piadosísimo, se admiró del amor a la Virgen tan grande y patente que mostraba. Luego, comentaba la señora: «¡Si no hacía más que mirarla! ». Pienso que, desde cierto ángulo, podría decirse que esto fue la vida del Padre: un continuo mirar a la Virgen: ¡no hacía más que mirarla!
En otra ocasión, estando el Fundador del Opus Dei por primera vez en Sevilla, durante una Semana Santa, continuó su oración incesante delante de un paso, de una imagen de la Virgen. Muchos años más tarde recordaría aún aquella mirada; y comentó: «Me fui a la luna. Viendo aquella imagen de la Virgen tan preciosa, ni me daba cuenta de que estaba en Sevilla, ni en la calle». Pero no le acontecía tal cosa sólo en aquella tierra. Solía decir: «A mí me gustan todas las imágenes de Nuestra Señora». Y es sabido que en el momento antes de morir, al entrar en la habitación habitual de su trabajo, miró con un cariño inmenso una imagen de la Virgen Guadalupana que preside aquel lugar. Murió como había deseado siempre: mirando a María.
De su costumbre entrañable hemos aprendido ya muchos miles de hombres y mujeres de todas las razas, y latitudes, que quisiéramos pasarnos la vida mirando a Nuestra Madre. Todas sus imágenes nos enamoran. Todas nos sirven para poner en Ella, con nuestra mirada, nuestro cariño, una palabra de amor o de agradecimiento, o de desagravio, y siempre de esperanza.
Son esas miradas, como las del niño pequeño que contempla extasiado a su madre y se encuentra con unos ojos hermosos, llenos de ternura, de sabiduría, de comprensión ilimitada. Es un mirar admirando.
Nosotros, que somos un manojo de miserias, podemos estar ciertos de que ocupamos un lugar importante en el Corazón Dulcísimo de María. Nos lleva en el Corazón, y si nos dejamos, nos purifica, nos limpia, nos deja listos para poder entrar sin rubor en el Corazón de Dios.
Tengo dicho que es imposible mirar a la Vir¬gen sin acabar sonriendo: es inevitable; puede hacerse la prueba. Y se explica, porque la son¬risa es contagiosa, y la Madre de Dios siempre nos sonríe, siempre. ¡Y qué importante es una sonrisa!
Mediante la sonrisa, la persona llama a su semejante a la participación en la propia intimidad, abriendo así las puertas de un mundo inmenso. «En el momento en que sonreímos a alguien —escribía A. de Saint-Exupéry—, le descubrimos como persona, y la respuesta de su sonrisa quiere decir que somos también persona para él.» La sonrisa es una invitación a pasar al núcleo espiritual de aquel que sonríe, a tomar parte en la armonía íntima que en el instante presente le vincula a todas las cosas. Es invitación a la intersubjetividad del nosotros, en íntima complacencia con el orden de todo lo real. Porque sonreír significa encontrarse bien a pesar de los pesares; que parece bien lo que acontece, aunque las circunstancias puedan parecer adversas.
Esta es la misión del hombre sobre la tierra: llenar el mundo de sonrisas. El hombre ha sido creado para sonreír.
¡Qué importante es saber sonreír! Su poder es misterioso. Enciende esperanzas, cambia el rumbo de la historia.
La sonrisa no tiene nada que ver con el gesto estereotipado de las arcaicas esculturas de la antigua Grecia. La sonrisa auténtica procede de la vida íntima, del núcleo y almendra de la persona: se despliega con plena espontaneidad y excluye el sarcasmo, la mordacidad, la acritud...
Pero la espontaneidad de la sonrisa —su autenticidad— no excluye en su raíz el dolor. Y cuando a éste acompaña, la sonrisa viene a ser un sacrificio, el más valioso acaso de cuantos puedan realizarse.
Nada ha de extrañar, por tanto, que el Fun¬dador del Opus Dei, que supo siempre sonreír (aun envuelto en la incomprensión, la calumnia y la persecución), haya afirmado que la sonrisa puede ser la mejor manifestación de espíritu de penitencia.
El hombre, síntesis del universo —barro y espíritu—, creado a imagen y semejanza de Dios, cuando sonríe, se erige como nunca en representante del Creador, de la divina Pater¬nidad, de su infinita misericordia y de su voluntad salvadora: cuando un hombre sonríe, sonríe con él la Creación entera y el mismo Creador.
El hombre sonríe ante la imagen del ser amado. Llama en secreto. El cristiano sonríe ante la imagen de su Madre, y por respuesta obtiene la sonrisa de la Creación. La sonrisa, entonces, invade el universo.
La Virgen María es la primera sonrisa gozosa de Dios después del pecado. Ella resume todas esas sonrisas que nacen en Dios, y, al haber cumplido su misión en la tierra, retornan a su hogar primero, para siempre. Por eso, Nuestra Madre bien podría ser llamada La Sonrisa de la Creación.
El rostro severo, la cara seria, no impiden la sonrisa del corazón, compatible con el ceño fruncido y el gesto de cansancio. Porque la sonrisa, aunque tiende a manifestarse en el rostro, no siempre puede lograrlo. Pero puede vivir dentro, en el espacio interior del hombre, donde ha nacido.
Jesús, ordinariamente, sonreía. Los niños —expertos en el arte de conocer al primer golpe de vista la generosidad de los mayores— buscaban al Señor, y alborotaban hasta lograr su cercanía. Pero el rostro de Jesús conoció también la seriedad y, en ocasiones, reprendía gravemente a los discípulos. Sin embargo, por dentro, sonreía siempre, al ver los esfuerzos de los suyos por portarse bien.
Los más duros reproches, cuando culminan en la sonrisa, lejos de ofendernos, nos otorgan el privilegio de sentirnos recia y lealmente amados.
Los Evangelios no nos hablan expresamente de la sonrisa de Jesús y sí de sus lágrimas. La explicación es bien sencilla. Las lágrimas no eran lo normal en El. La sonrisa sí. «No os pongáis tristes», les decía a sus hombres. «Hablo estas cosas en el mundo para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos».
La Persona de Cristo irradia alegría. Cuando sus discípulos lo creen ausente, sin vida, están tristes y lloran. Y sólo el anuncio de la Resurrección, de la posibilidad de tornar a verle y estar con El, invade de alegría a los Apóstoles. Cuando se les aparece en el Cenáculo, «no acababan de creer por la alegría». El corazón arde de gozo en los que caminan hacia Emaús con el Maestro, aun sin reconocer la identidad del acompañante. Cristo quiere la alegría y está dispuesto a hacer cualquier cosa para que los hombres la consigan: «Pedid —nos dice— y recibiréis para que vuestro gozo sea cumplido». Expresiones semejantes no pueden tener cabida en un rostro amargo. El rostro de Cristo es un rostro sonriente, no menos que el de su Madre amabilísima. Dos sonrisas que nos están siempre esperando.
ANTONIO OROZCO